Hay un señor muy interesante que se llama Rafa Romero de Ávila, que hace teatro en España y que es conocido por su afición a moverse al filo de lo imposible en la dramaturgia, por regodearse en lo alternativo o directamente ignoto. Acaba de dirigir en la Sala Triángulo FLX xperience, un espectáculo que se fogueó en el Auditorio del Reina Sofía y que se presenta como un “juego escénico de sucesión de performances individuales que unidas crean y tienen un sentido dramatúrgico”. Se inspira en el llamado movimiento Fluxus, surgido en su día como una especie de antiarte en contraposición a los rigores de lo conceptual y a cierto engolamiento siniestro de lo pop. Querían romper el molde y las jerarquías. Colectivizar y descentrar. Para entendernos, si Marcel Duchamp creía que una taza de váter podía ser arte, los de Fluxus creían que el arte era mearse de la risa hasta que no quedaran ni taza ni Duchamp.
¿Cómo explicar algo tan obvio y tan sutil, y que a la vez no deja de tener sus leyes de hierro? Cuenta Rafa Romero de Ávila que cuando estrenaron en el Reina Sofía vino “el danés” que más o menos se abroga la patria potestad del dichoso movimiento y que le obligó a cortar de aquí y de allá todo aquello que no le parecía “lo suficientemente Fluxus”. Esto del dogma en el corazón de lo antidogmático sin duda tiene su gracia. Tanta que Romero de Ávila le dijo de todo que sí “y luego hice lo que me dio la gana, claro”. Natural.
Ejemplo: en lo alto de la Sala Triángulo campeaban una especie de subtítulos que en realidad lo eran sin el sub, porque lo que hacían era titular, bautizar cada escena. A veces los nombres eran surrealistas precisamente por lo literales. Como cuando ponía “Solo de Saxofón” y aparecía un actor en escena con una guitarra y la abandonaba sola en medio del escenario. Comentario de una espectadora reincidente: “Qué putada, en el Reina Sofía tenían un saxofón, y aquí no”. Es decir, que en la performance original el “Solo de Saxofón” era precisamente eso, un saxofón solo y pelado en mitad de las tablas. A falta de saxofón en la Sala Triángulo sacaron una guitarra. ¿Y no se podían cambiar los títulos? Probablemente era muy caro, pero, aun suponiendo que fuese barato, ¿para qué? Cuanto más absurdo, desconcertante y hasta trivial, más Fluxus, ¿no?
“Música goteante”, rezaba otro título. Y a un actor con un violín en la mano (que no tocó para nada) y los pies descalzos metidos en un barreño le echaban cuidadosamente, efectivamente casi gota a gota, un litro y medio de agua por encima. “Cambiándose”: dos mujeres y dos hombres se desnudaban o casi, porque en realidad se quedaban en ropa interior, acto seguido se volvían a vestir, pero cada uno con la ropa de otro. Los actores, en general estupendos y muy orgánicos –parece mentira que salgan de un casting, que no sean una compañía de esas que lo hacen todo juntos, como Els Joglars o como el Wooster Group de Nueva York-, expresaban muy bien la incomodidad y hasta el asquito de irse introduciendo en la indumentaria de otro. Uno de los mejores números de la noche, junto con la aparente histérica que, para calmarse, exigió al director que cambiara de sitio a la mitad de los espectadores de la sala (impresionante la docilidad del personal, ni uno solo se plantó para decir, pues yo no me muevo de aquí…) o aquel que plantó en medio del escenario un cartel que decía “Vuelvo en 5 minutos”. Y efectivamente no volvió hasta que transcurrieron los cinco minutos, que parece mentira lo que dan de sí: el público, de cabeza al recreo, se lanzó en masa a consultar el móvil.
También había notorias chorradas, como las dos actrices buscándose por el patio de butacas y llamándose a gritos tales como “Esperanzaaaa, ¿estás ya en Alcorcóóóón?, ¿has llegado ya a Euroveeeeegas?”. Pero la gente se reía. Se reía no con la mala uva que suele saltar ante los chistes políticos sino con una especie de relajación entre libérrima y cándida, una fascinante versión adulta del “caca, culo, pedo, pis”. Como estando al borde de descubrir el inmenso, prohibido placer, de no tener que ser TAN inteligente.
“¿Qué te ha parecido?”, le pregunté a un especialista en cine (que no crítico; este era un tío serio) a la salida del espectáculo. “Yo me he reído”, afirmó este hombre, que antes de entrar ya había tenido el valor de confesarme que también se había reído, y un montón, con la nueva película de Pedro Almodóvar, “Los amantes pasajeros”, vituperadísima por la crítica a la vez que glorificada por la taquilla. Ha sido hasta estimulante leer el encaje de bolillos de algunos para, tras vapulear este filme como un saco de boxeo, explicarse su éxito sin arriesgarse al siempre temerario ejercicio de tratar al público de imbécil. Que a eso sólo se atreve Carlos Boyero.
¿Será verdad que estamos tocando fondo en lo artístico como en lo económico y en lo político, y que de esta sólo se sale cambiando a lo bestia el chip? El movimiento Fluxus a día de hoy estaba considerado un residuo casi folklórico, la periferia del arte verdaderamente pedante y serio. Almodóvar se supone, una y otra vez, que está acabado. Y una y otra vez unos y otros nos sorprenden enganchando y conectando con una sociedad y con un público a los que nadie da respuestas. Ni respeto.
¿No podría ser en estos momentos una comedia ligera, desacomplejadamente anal y frívola, un manifiesto mucho más contundente sobre y contra lo que está pasando que mil discursos casposos en los Goya? ¿No podría ser que la performance más sencilla y menos pretenciosa, casi cutre, contuviera gotas de sabiduría inaprehensibles para los gurus oficiales del lugar?
Hacer reír en estos momentos, que no me digan que no es heroico.
Eslo; muy heroico, y de agradecer.