Crisis y gente

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Taxistas
Imagen: Efe

Motivos para el pesimismo hay. Un montón. Si el mundo se acabara un día de estos, en cierto modo sería un alivio. ¿Cómo te va la vida? Mal. ¿Y el trabajo? Peor. No es extraño si lo piensas que al personal se le afile y se le retuerza el colmillo por momentos. Que el sálvese quien pueda y la agresividad conviertan la vida social en un potro de tortura. Si siempre ha habido hijos de puta en plena bonanza, cuando como su propio nombre indica debería ser fácil ser bueno, ¿cómo no van a proliferar ahora?

Salgo de casa tempranito que tengo un desayuno. Llego tarde y, a pesar de mi firme propósito de no gastar pólvora en salvas, me veo obligada a coger un taxi. Llego a donde tenía que llegar, pido un recibo y mientras el taxista lo prepara buceo en el bolso en busca de la cartera. Y no la encuentro. Pánico.

La pasta. Las tarjetas. El DNI. El desamparo. La del hotel con la puerta del taxi en la mano, el taxista con el recibo en la mano. Yo no tengo un real en el bolsillo ni se me ocurre de dónde sacarlo. ¿Y el recepcionista del hotel no te lo podría dar?, sugiere el taxista. No porque no estoy alojada aquí, venía simplemente a cubrir un evento... “Por favor, lléveme a casa”, le pido al taxista.

Le veo dudar: son casi las diez menos cuarto y al parecer a las diez tiene un servicio importante. Yo es que no sé cómo pagarle si no me lleva. Ya puestos, tampoco sé cómo ir a casa (como no sea andando) si él no me lleva. No tengo encima ni para el metro. El taxista me mira, se lo piensa y dice que no me preocupe.

Tentada estoy de decirle que dé la vuelta porque demasiado segura estoy de que la cartera no va a estar en mi casa. ¿Para qué iba yo a sacar la cartera del bolso en las últimas horas, para mirar lo bonita que es? La última vez que recuerdo haberla tenido en la mano fue ayer por la noche cuando pagué las copas en un bar. ¿Se me caería la cartera en ese bar? Estaba en la calle Génova, enfrente del Vips. ¿Y si le digo al taxista que me lleve allí directamente? Pero, ¿y si ese bar, que estaba abierto de noche, no abre de día? No, mejor voy a casa, donde dinero no tengo, pero sí otra tarjeta con la que sacar dinero de la cuenta… si a estas horas no me la han desvalijado ya.

La idea me sume en algo parecido a la desesperación. No puede ser que me estén pasando tantas cosas malas últimamente. No puede ser. ¿En qué momento la vida decide convertirse en un infierno? Me siento tan pequeña y tan perdida dentro de ese taxi. El taxista me cuenta que el servicio que tiene a las diez es para llevar a una persona minusválida, que no se puede retrasar. A mí se me acaba de caer el mundo encima. Con voz temblorosa le digo que me deje donde pueda, que ya me apañaré. Él percibe cómo estoy y da un volantazo a sus planes: “no la voy a dejar tirada en mitad de la calle”, decide. Y su voz me suena a la de Clark Gable. Eso sí, me advierte de que me deja en casa y se va, no tiene ni tiempo de esperar a que yo vaya a sacar dinero de un cajero y le pague. “Apúntese mi teléfono, me llama cuando pueda pagarme y ya está”, decide. Se llama Carlos. Grabo el número en mi móvil: Carlos Taxi.

Todavía estoy demasiado inmersa en mis problemas como para en pensar nada más. Me bajo del taxi a la carrera, subo las escaleras de quince en quince, entro en casa. A ver, lo primero es cambiar de calzado, apearme de los tacones de vértigo que llevo para poder afrontar una mañana cargada de gestiones desagradables y de sinsabores. Lo primero es llamar por teléfono a ver si… ¡hostia, la cartera!

Sinceramente todavía no sé qué hacía allí en un estante del pasillo. ¿Cuándo la saqué del bolso y la dejé allí, y para qué? ¿A quién se le ocurre? Bueno, da igual. Me alegro tanto de volver a verla (con todo su dinero, sus tarjetas de crédito, su documentación) que casi me la como a besos. La mañana sin duda ha empezado mal. Pero lo que podía ser un horror va quedándose en sustito. Saldré de esta aunque me haya comido el evento al que quería ir y tenga que pagar un taxi de ida y otro de vuelta para nada…

El taxista. Carlos Taxi. Le llamo para darle la buena nueva. Noto que se pone muy contento. Poco a poco todo rebrota. Su expresión respetuosa y dulce, nada alterada, cuando le dije que había perdido la cartera. Ni una mala palabra, ni un bufido escéptico o de crispación. La manera constructiva y amable de resolver el asunto. La confianza de irse sin que le pagara, sin otro agarradero a mi decencia que un número de teléfono. Y sobre todo esa determinación sencilla y profunda cuando dijo: “no la voy a dejar tirada en mitad de la calle”. Como me sale se lo digo: “Gracias por todo, Carlos, se ha portado usted como una buena persona. No hay muchas personas así”. Y él: “Se equivoca, señorita, sí que las hay”. Yo insisto en que no, qué va, qué las va a haber… pero cuando cuelgo el teléfono me inunda algo inmensamente parecido al alivio. De saber que hay gente con la que la crisis no ha podido ni podrá nunca.

5 Comments
  1. John Hemingway says

    Love it!

  2. celine says

    Carlos tiene razón, Anna; sí que hay gente decente, mucha. Pero nuestros malos pensamientos impiden que lo sepamos. Esta lección hay que aprenderla, Grau. Que no se olvide. Así evitaremos pánicos innecesarios. Enhorabuena.

  3. paseante says

    ¡Ay, gracias por esto! Pensaba que era la única que vive con el agua al cuello y el corazón en la garganta y da saltos de alegría porque alguien te cree, te ayuda, te salva de un mal rato, te consuela o te considera un igual, alguien decente, persona. Es que últimamente se me crecen los enanos, justo cuando me parece que la ciclogénesis imperfecta se está adueñando de todas las cosas. Qué bien que no estemos tan solos en nuestra desesperada tranqui-tronca vida.

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