A menudo me asalta a mí una terrible duda sobre este país. Dudo entre quererlo matar y querer comérmelo a besos. España es como un entrañable amante intratable. Javier Cercas escribe una novela (cojonuda…) sobre el 23-F y le aclaman. Jordi Évole urde una inteligente y, en vista del éxito, más que necesaria (por escocedora…) ficción televisiva sobre lo mismo, y la audiencia le encumbra pero después le corren a boinazos. Lo dicho: que aquí la memoria histórica de cada uno es tremendamente personal e intransferible. Nadie está dispuesto a recordar lo mismo que el de enfrente. ¿El pasado? Lo que yo te diga.
A Adolfo Suárez lo estaban echando del gobierno cuando Antonio Tejero padre entró en el Congreso. Por cierto, que la que se ha montado en torno a la impresentable paella golpista de su hijo es otro síntoma. Que castiguen, sancionen y hasta cesen cuanto haga falta a Tejero Jr. Pero, ¿es preciso hablar tanto de él, de ello? ¿Hay que hacerle tanto caso? ¿No asoma por ahí cierto miedo, cierta histeria imposible de controlar?
Pero volviendo a Suárez: ahora que el desenlace es inminente, seguramente empezarán a encaramarse a la estratosfera los elogios, los que vienen a cuento y los que no, los sensatos y los insensatos, los coherentes y los que no tienen ni pies ni cabeza con todo lo dicho antes. España es así, más con este tipo de políticos tan fascinantemente contradictorios. Tan capaces de merecer a la vez el calificativo de “tahúr del Mississipi” y de héroe del 23-F.
Yo si se me permite quisiera aportar mi granito de arena no al zafarrancho de dramatismo, inexactitud y animalada que probablemente va a estallar en unas horas (dicen que unas 48) contando de Suárez algo que para variar está documentado al cien por cien. El lector puede leer el documento original en el capítulo cuarto de mi libro “De cómo la CIA eliminó a Carrero Blanco y nos metió en Irak” (Destino, 2011).
Allí cuento una cena de Adolfo Suárez con el embajador de Estados Unidos en España el 9 de diciembre de 1981, cerca de un año después del golpe. En esa cena Suárez habla por primera vez, en privado y a calzón quitado, sin claque y sin periodistas, de por qué hizo lo que hizo aquella tarde. Por qué desafió a Tejero como le desafió.
Podría parafrasearme a mí misma, pero, ¿para qué? He decidido reproducir íntegra la escena aquí tal y como aparece en mi libro. Más que nada porque tengo claro que en este caso la realidad supera a la ficción y a la hagiografía. Suárez es mejor que el fantasma en que muchos le han convertido y sobre todo ahora le van a querer convertir.
Allá va, arrancando en la página 114:
“Corre ya el 9 de diciembre de 1981 cuando el embajador Todman vuelve a sentarse a comer con un interlocutor de altura, el ex presidente Suárez. En esa comida, que va a durar dos horas, habrá tiempo de hablar de todo. Por ejemplo, de qué sentía Suárez cuando se levantó de su escaño y plantó cara a los guardias civiles en el Congreso.
El ex presidente dice que en ese instante él pensaba que, una de dos, o el rey había dado su consentimiento al golpe, o estaba muerto. En cualquiera de los dos casos lo más probable era que le mataran a él también, asegura haber razonado. Suárez afirma ante el embajador que el suyo fue un gesto consciente y deliberadamente suicida, que decidió inmolarse para que su asesinato, el asesinato del presidente del gobierno, fuera una sacudida que forzara la reacción de todo el mundo civilizado frente al golpe y diese a los demócratas una oportunidad. Sólo al ver que los guardias civiles no le disparaban se dio cuenta de que aquel golpe no era tan sólido como parecía. Y se empezó a hacer ilusiones de que aquello aún podía acabar bien sin necesidad de derramar sangre.
¿Maneja Suárez aquí una verdad histórica, una verdad subjetiva o una infinita capacidad de reinventarse al servicio de la seducción política? El ex presidente no duda en restregarle por la cara al embajador norteamericano su absoluta convicción de que si el 23-F llega a triunfar, Estados Unidos no habría dudado ni un minuto en reconocer al gobierno posgolpe.
El embajador Todman protesta. Aconseja no estar tan seguro de eso. Suárez puntualiza que no es que él dude del apoyo norteamericano a la democracia española; simplemente cree que la importancia estratégica de España es demasiado grande para que Estados Unidos se ponga a hacer según qué experimentos. “Si yo fuese americano, habría reconocido a un gobierno posgolpe”, concluye el mismo hombre que se enfrentó casi cinematográficamente a las metralletas de Tejero.
El embajador americano admite que si el golpe hubiera tenido éxito, Washington no se habría negado a reconocer al gobierno resultante, pero tampoco se habría sentido cómodo con él. Le pone a Suárez el ejemplo de Bolivia. Subraya que no es lo mismo tratar con un gobierno porque no hay más remedio que tener un embajador allí y relaciones plenas. Todman insiste en que de haber triunfado el golpe, la relación entre Madrid y Washington sería mucho más fría de lo que es ahora.
Con estas palabras, Todman reivindica la inocencia de Estados Unidos en el golpe, su total ausencia de participación o de interés en él, pero también lo poco dispuestos que habrían estado a correr riesgos para deshacer el entuerto. Así fuera tapándose la nariz, con poco entusiasmo y con menos expectativas, habrían reconocido a un gobierno impuesto por las metralletas. Las palabras del embajador a Suárez desmienten a los que veían la mano negra norteamericana detrás del 23-F, aunque en cambio dan argumentos a los que denunciaban, y denuncian, su tendencia a lavarse las manos, su inconsciente y quizás viciosa tendencia a pensar que la democracia en España sólo podía durar lo que dura un caramelo a la puerta de un colegio.
Suárez no se altera por lo que el embajador americano dice; sólo insiste en darle, a él y a su gobierno, un consejo de orden práctico: siempre hay que retrasar todo lo posible el reconocimiento de un gobierno golpista, más si este es el fruto de un golpe sangriento y con altas personalidades del Estado asesinadas. Insiste en que forzar este tipo de mano era lo que él pretendía al ponerse temerariamente en la línea de fuego: subir la apuesta, encarecer el coste político de homologar el golpe, obligar a las fuerzas y a las naciones democráticas al rechazo y a la reacción.
Es de suponer que a los postres Suárez y el embajador acabarían brindando de todo corazón por que no volviera a haber otro “asunto interno español” igual en mucho tiempo”
Gracias, Adolfo. Aunque sólo sea por haber conocido este país mucho mejor de lo que otra gente se atreve a conocerlo aún a día de hoy.
A Suárez González le sobraban periodistillas, por suerte no tan besuconas, sobonas yi pelotas como las que llegaron con el botellín vigilado de cerca por la Botella. ¡Qué pena que además éstas nos quieran contar ahora la historia!
Magnífica historia, Grau. Ahora que el molt honorable, cual hiena hambrienta, echa mano de la figura de Suárez para justificar su «heroica» campaña por la independencia de Cataluña, es más importante que nunca comrpobar que hay personas que merecen el aplauso de los justos.