En la Feria del Libro me pasé esta vez por la caseta, entre otras, de Alianza, para echarle el ojo y el anzuelo a un libro que me interesaba porque me interesa su autor, Francisco López-Seivane. Es este un tipo curiosísimo al que los que tienen confianza con él llaman el swami, palabro sánscrito que según Wikipedia viene a significar "dueño de sí mismo" o incluso "amo" (sin el puto), y que según el interesado también significa "maestro" y puede aludir al hecho de que él figura entre los primeros introductores del yoga en España. López-Seivane tiene varios libros publicados cogiendo lo espiritual y lo aventurero desde varios ángulos, y la última incursión se titula "Lugares sagrados". Es una especie de guía ultrarrápida de siete lugares sacros en el mundo, siete emplazamientos clave, que concretamente son: la ciudad de Varanasi en la India, el Santo Sepulcro en Jerusalén, el Muro de las Lamentaciones, el Mausoleo de Ahmed Yasaui en Turkestán, el Monte Koya en Japón, los escenarios del culto a la diosa Matsu en Taiwan y Adam's Peak en Sri Lanka, foco de peregrinación nocturna tanto de los que creen que en esa cima casi expugnable hay una huella de Buda como de los que creen que es de Adán como de los que no creen en nada pero de todos modos van, curiosos e intrigados.
De los siete lugares sagrados yo sólo conozco de primera mano dos: el Santo Sepulcro y el Muro de las Lamentaciones. En el primero me pasó una cosa que no sé si calificar de divertida. Como bien dice el swami (perdón: López-Seivane) en su libro, la envergadura objetiva del Santo Sepulcro es inversamente proporcional al impacto de su leyenda. Es un espacio verdaderamente angosto que se levanta sobre la supuesta antigua sepultura del Cristo sobre la que andado el tiempo se edificaría un templo a Afrodita y después, gracias a los furores cristianos uterinos de la madre del emperador romano Constantino, Santa Elena, vuelta a empezar con la arquitectura cristiana. El caso es que a día de hoy, en la práctica, el Santo Sepulcro en sí abulta lo que una cabina telefónica con pretensiones (pongamos una inglesa, de esas rojas) en medio del disputado templo con vistas al Gólgota que lo alberga.
Te metes y hay que maniobrar con dificultad. Hay velas para prender, como en muchas iglesias. En su día yo entré y prendí una. ¿Por fe? ¿Por inercia cultural? No sabría decir. Entonces no tenía resuelto el tema. El caso es que entré, prendí una vela (de pago) y volví a salir. No me pregunten por qué, cuando llevaba fuera escasamente cinco segundos, una fuerza irresistible me empujó a volver a entrar. Sorprendí así a uno de los miembros de la orden que custodia el Santo Sepulcro apagando raudo la vela blanca que yo apenas acababa de prender para evitar que se ennegreciera y volver a ponerla inmediatamente a la venta. Le pillé con las manos en la masa. Él entendió que le había pillado. Intercambiamos una mirada honda, una mirada de película de Bergman. Me fui sin pronunciar palabra.
En cambio en el Muro de las Lamentaciones, donde he estado dos veces en años distintos (1993 y 2001) siempre he percibido un convincente latido de fuerza que te recorre físicamente como un latigazo. Siempre que -con disimulo- he embutido papelitos con deseos entre sus piedras se me han cumplido. Recuerdo que en 1993, estando yo allí en actitud sumamente abstraída, muy mía, se me acercó una señora preguntándome si era judía, en el tono de quien lo da por hecho. Pareció sumamente decepcionada e incrédula, hasta desconcertada, al saber que no. Tan triste la vi que le pregunté por qué quería saberlo. Me aclaró que estaba haciendo una colecta porque acababa de llegar a Israel un verdadero cargamento de niños judíos rusos y hacía falta dinero para acomodarlos y atenderlos. Niños, judíos y rusos: por razones distintas y superpuestas, tres categorías muy especiales para mí. Procedí a aligerarme los bolsillos y ella procedió a sorprenderse tanto de mi generosidad gentil que insistió en firmarme un recibo.
Del resto de sitios sagrados del swami nada sé, de momento. Pasé por Sri Lanka sin subir al Adam's Peak y en determinado momento me llegaron por persona interpuesta corrientes muy vívidas del río Ganges, pero nunca lo tuve ante mis ojos. Me obsesiona discretamente Japón pero todavía no he ido. Tengo toda una vida sagrada por delante.
El caso es que me llama la atención, y mucho, que haya gente que hable de estas cosas, que escriba estos libros, a día de hoy. Como me llama la atención que, encima, el tal Francisco López-Seivane lleve años, muchos años, organizando unas "vacaciones inteligentes", suerte de retiros espirituales (y físicos) donde la gente va a descansar de lo que otra gente entiende por divertirse. Quién me siga ya sabe de qué hablo. De cuán insoportable puede llegar a ser a veces el acorralamiento de la inanidad, el barullo y el Mundial de Fútbol.
¿Y qué se hace en unas vacaciones inteligentes? Pues pasen y vean. Un poquito de yoga, otro poquito de meditación, otro poquito de buena conversación, otro poquito de excursión...y sobre todo, conocer otra gente interesante. Tan interesante como tú mismo o tú misma, quiero decir. Eso no es poco.
Hay rincones mágicos, esquinas puras, escapadas sagradas, trincheras excelentes. Sitios donde pasar un poco más digna y relajadamente (pero de verdad) el rato. Salud y verano feliz, para quién lo sea.