Misterio en Granada

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José Tomas, cogido por el segundo toro de su lote, el pasado día 19, durante la corrida del Corpus celebrada en Granada. / Miguel Ángel Molina (Efe)

Corpus christi en Granada. Mejor decirlo a la antigua, mejor decir corpus domini, directamente el darse de bruces eucarísticas con todas las consecuencias, no meramente con Dios sino con Dios padre, con el Puto Amo hecho carne y sangre mortal. José Tomás reaparece en España (desde el milagro de las orejas y los peces en Nîmes sólo había toreado en México) y aparte de llenar Granada de fervor, pues va y la funde de símbolos.

En Madrid se ha eclipsado un rey y se ha producido el big-bang de otro. En Maracaná ha abdicado el fútbol, con el agravante de que no hay sucesión prevista, la guillotina deja súbitamente sin cabeza y sin nada que llevarse al corazón a legiones de gentes.

¿Volverán los toros a calentar las ánimas como antaño, antes de que rockeros, futbolistas, estrellas de cine y reinonas del coucher (juego de palabras deliberado, se ruega entender y reírse) tomaran, a menudo con inferior merecimiento, las riendas del Olimpo?

Ardía Granada bruscamente virgen e invencible, aguardando al Hombre. Al Único capaz de calzar como un guante en la necesidad de verle volver. De que el sol ocupe su razón de ser así en la tarde como en el cielo.

No debe ser fácil resucitar sin haberse muerto, pero José Tomás, tan bruto y tan místico, casi lo consigue. Su leyenda es ya tan extensa y asombrosa que sume a las plazas en una especie de celo bíblico. Los tendidos literalmente se retuercen. A las puertas del templo la reventa es desesperada. Hay algo heroico en querer entrar como sea, en tratar de pasar las Termópilas a cualquier precio. Luego la incomparable alegría de los 14.500 espartanos que sí caben dentro, en la arena de la perfecta pasión insuperable, arena de Granada.

¿Y qué pasó?

Crónicas taurinas tienen ustedes a su disposición para leer hasta hartarse. Yo no estoy aquí para eso. Yo estoy aquí para descifrar otro misterio.

¿Estuvo José Tomás grande, digno de las orejas que cortó y del tsunami de olés que le llevó en volandas nada más asomar las primeras luces del traje? El público estaba todo lo entregado que se puede estar y más. Cuando Tomás, inapetente con el primer toro, decidió devolverlo -ya picado- y que le envolvieran otro, la multitud le rió el capricho. Cada pase era un trueno de ovación. Cada gesto con la espada, como si sacara Excalibur de la piedra.

Mas no todo el mundo estaba unánimemente de acuerdo. En el océano de adoración flotaban diminutas balsas de reproche. “Nunca le he visto torear peor, con menos ganas”, corre como la pólvora por el tendido la crítica de algún famoso partidario de este torero. Más allá una ganadera le da la razón, así sea con la boca chica para no romper el hechizo colectivo y brutal. Y es que cuantos más desaciertos acumula José Tomás según estos que le cuestionan, más enfervorizadamente le aplaude y le jalea la gente.

Está engañando a un público ansioso de creer y de reafirmarse en su fe, les está distrayendo con paseítos, golpes de efecto y cosas que no tienen nada que ver con lo esencial de su toreo”, zanjan los descontentos. ¿Es todo pues una magna operación de prestidigitación? ¿De que el mito, una vez creado, no admite vuelta atrás, y menos en este tiempo duro en que pocos seres que admirar te quedan?

Desde la ignorancia que da amar cada vez más algo pero sin abarcarlo aún con el entendimiento observo a José Tomás frente a su segundo toro (el de propina). Es verdad que los aplausos son más ganosos que convencidos. Se nota que el respetable tira un poco de acto de fe. Que algo de verdad habrá en lo que rabian los críticos.

Y sin embargo es evidente que, con mala tarde o sin ella, queda mucho torero en la plaza. Con el candor que da no saber absorbes, más que percibes, la singularidad de José Tomás. De su presencia y de su ausencia. De lo que hace y de lo que no hace. No es un torero como los demás. Se mueve distinto. Está distintamente aquí. No diría yo que con elegancia –no es elegante, visto de cerca me llaman la atención detalles que rozan el desafío al buen gusto, una especie de satisfecho aire de macarra de ceñido pantalón…-pero sí con un profundo dominio (corpus domini…) de la situación que no se explica sólo por el valor, aún siendo este notorio.

Le gusta matar. Le gusta mucho. Más o menos les tendrá que gustar a todos los toreros. Pero en otros se aprecian impurezas. Ráfagas conscientes de vértigo. De inteligencia retrocediendo ante el horror. En Tomás no. Entre él y la muerte no es que no quepa una espada, es que no cabe un dedal. Es feliz al límite, donde nadie ha de seguirle sino con las pesadas cadenas de la admiración al cuello, incapaz de remontar el vuelo de su asesina gracia. Tomás se impone exactamente allá donde las cosas dejan de tener un significado para coger otro, allá donde cesa todo lo que se entiende. Nuestra imaginación, de la que él carece, da alas a su orgullo inmensamente masculino y arcaico, del que para bien o para mal ya vamos careciendo todos los demás. Él nos tira a la cara lo que nos falta. Nosotros se lo devolvemos con lo único reflejo grande que nos queda: el hambre de leyenda.

En estas pasan otras cosas, otros toreros, y llega el quinto toro. Allí donde contentos y descontentos esperan que se decante la balanza de la tarde: que José Tomás confirme que anda algo flojo para ser él, o que José Tomás reaparezca dentro de su reaparición. Que su traje menos de luces que de fuego (no es un hombre hermoso pero puede parecerlo cuando el toro y él se hacen uña y carne) incendie de amor la plaza.

¿Está bien? ¿Está mal? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo abrirse paso a través de una leyenda tan espesa? La presión de la masa es formidable, te arrastra a vibrar y aplaudir. Mientras en tu oreja van vertiéndose advertencias terribles. Recordatorios no sólo de que eres mortal (si sólo fuera eso…) sino de que este torero os está tomando el pelo, a ti y al apuntador.

Y de repente estás de pie y gritando. A José Tomás le ha cogido el toro. Le ves volar por los aires, caer al suelo, ser izado en volandas, entrar inconsciente en la enfermería. ¿Qué ha pasado? ¿Lorca otra vez?

Me vuelvo hacia el crítico que tengo más cerca. Esperando…¿qué? Me mira de arriba abajo, como midiendo cuánta verdad merezco. Cuánta puedo soportar. Y va el oráculo y zanja: “Lo ha hecho adrede”Adrede, ¿el qué? ¡¿Dejarse coger por el toro?!”. “Inconscientemente, casi seguro. Aunque esté ebrio de halagos y de aplausos, aunque la losa de su leyenda le esté aplastando a él mismo en primer lugar, cegándole, perdiéndole…él sabe que hoy no está toreando como debe. Y no se lo consiente a él mismo, o no se lo consiente su orgullo. Por eso le ha dado la espalda al toro, para forzar dramáticamente la tarde”.

Pongamos que Freud, o Jung, le dieran la razón. Aún así hay que ser bestia, ¿no? José Tomás entró en la enfermería con una costilla fracturada y desviada y con conmoción cerebral. Con subconscientes así, ¿quién necesita enemigos? La puerta grande de Granada se cerró y se enlutó. La plaza quedó peor que triste y sola. Quedó huérfana.

Hasta que pasado un rato, el Reaparecido reapareció. A saber cómo le recoserían, despabilarían y apretarían de machos. Pero ahí estaba, condecorado de sangre de la espalda a la ingle, sonriendo con feroz confianza nueva. Y ahora sí que el público se le entregó llorando de felicidad.

Ver de cerca el valor, bañarse en su luz, consuela tanto.

Y ya para qué hablar del resto. Los que habían elegido enloquecer y los que habían elegido la decepción siguieron todos y cada uno en sus trece.

Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Y la sangre cuando se la beben.

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