Wild Bill (Bill el Salvaje) era el apodo que en su día se inventó en Estados Unidos para designar a un tal William Donovan, más o menos fundador de la CIA. Un tipo curioso. Tenía ideas de bombero y un raro corazón de oro que por ejemplo le llevó a sacar la lengua al Pentágono en pleno mccarthysmo para defender a antiguos combatientes de la Brigada Lincoln en España, condenados al ostracismo más bestia en su país (no les dejaban ni ir a la Segunda Guerra Mundial, tan poco de ellos se fiaban…) pero a los que Wild Bill supo aprovechar como agentes infiltrados para dar apoyo a la Operación Antorcha, el desembarco aliado en el Norte de África. Algunos lo hicieron porque soñaban con volver a entrar en España y acabar la guerra anterior y para ellos más verdadera, su gran guerra pendiente. No volvió vivo ni uno.
Pero no nos desviemos, que la Historia, cuanto más romantizada, más la carga el diablo. Hoy no he venido aquí a hablar de Wild Bill Donovan sino de otro Salvaje Bill, concretamente de Bill Hillmann, veterano corredor de encierros al que este miércoles cornearon en Pamplona.
Yo este año no he ido a los sanfermines. Se me encogió el corazón al ver la cara de Bill en las fotos de prensa y en los informativos. Yo es que le conozco. A él y a su mujer, Enid, que es hispana. Bill es de Chicago. Fue boxeador. Ahora es escritor (Enid también lo es). Bill ha publicado ya varios libros: un reciente e-book en inglés junto con otros autores, explicando cómo sobrevivir a los toros en Pamplona (visto así, el marketing le va a venir de miedo...) y una novela, The old neigborhood, que está a punto de salir en España, para variar sin que le capen el título: aquí se llama “El viejo vecindario”.
Se habla y se debate mucho estos días sobre si los sanfermines son más esto o más lo otro, sobre si en Pamplona se mantiene vivo el espíritu que encandiló a Ernest Hemingway o si aquello se ha degradado tanto que ya sólo queda una especie de parque temático rodeado de excesos etílicos y de paripé.
Yo no sé cómo era la Fiesta en tiempos del Gran Hemingway. Si sé que a día de hoy todo ha empequeñecido. Ahora es difícil ser verdaderamente hemingwayano. Encajar en el antiguo y noble molde. Que no sea de boquilla, quiero decir. Con verdad y con temple.
Bueno, sólo sé decir que Bill Hillmann es uno de los personajes más seriamente hemingwayanos que yo he conocido jamás, dentro y fuera de Pamplona. Cómo describir su suavidad heroica. El año pasado salvó a un guiri que, como él ahora, había sido corneado en el encierro, y lo hizo con una finura y una dulzura… casi como si le diera miedo que se notara que estaba sacando a un herido en brazos.
Pocos días antes de llegar a Pamplona este año, Bill colgaba un post en Facebook diciendo que había perdido su pasaporte, su ordenador portátil y su medicación antes incluso de plantar un pie en la fiesta. “Este va a ser un viaje interesante”, se limitaba a constatar.
Bien, sin duda lo ha sido.
Su más reciente post en el momento de escribirse estas líneas era para protestar del largo rato que le habían tenido sin Internet en el hospital Virgen del Camino, donde continuaba ingresado. “¡Esto es peor que la cárcel!”, se lamentaba.
Entretanto había un tsunami de gente dejando comentarios en su muro. Los que le conocen bromeaban con que más temible que el cuerno del toro que le acertó podía ser la reacción de su esposa. Enid nunca ha visto oficialmente claras las correrías de su esposo, cuyo gran reto, la mayor parte de los veranos, es cómo justificar ante ella tanta escapada a Pamplona y otros cosos taurinos.
Pero aunque de puertas para afuera Enid pueda parecer que está pensando en romperle la otra pierna, la que no le cogió el toro...seguro que se le sale por las orejas algo que, sin ser exactamente lo mismo que el amor, lo clava en el sitio. Algo que no deja que el amor se apague.
Ese algo se llama orgullo.