El papel de la acusación popular, a debate tras la 'operación Nelson'

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Íñigo Corral *

El fiscal Pedro Horrach y detrás La abogada de Manos Limpias, Virginia López Negrete, el pasado 21 de abril en el juicio por el Caso Nóos. / Cati Cladera (Efe)
El fiscal Pedro Horrach y detrás la abogada de Manos Limpias, Virginia López Negrete, en una imagen de la pantalla de la Sala de Prensa, el pasado 21 de abril en el juicio por el 'caso Nóos'. / Cati Cladera (Efe)

El carácter altruista del que hacían gala tener Ausbanc o Manos Limpias escondía, bajo el disfraz de primo de Zumosol de los indefensos frente a los poderosos, a un par de organizaciones que actuaban al más puro estilo mafioso con la extorsión y el chantaje como sus principales señas de identidad. La omertà ha saltado por los aires y sus desmanes empiezan a salir a la luz a raíz de la llamada operación Nelson. Se pone ahora en cuestión la verdadera labor que pueda llevar a ejercer la acusación popular. Ya hay quien plantea recortes, y fuertes, en su ámbito de actuación. Un argumento que empieza a tomar cuerpo es que la desconfianza de la actuación de la Fiscalía o de las propias víctimas no puede remediarse por un promotor de la justicia formado por millones de ciudadanos acusando al margen del Ministerio Público o de la acusación particular e imponer la celebración de un juicio. Ese concepto de que todos pueden actuar contra todos supone un paso atrás en el modelo de juicio justo que, según algunos juristas, se puede y se debe remediar.  El fallecido jurista italiano Piero Calamandrei sostenía que la figura de la acusación popular es un “lujo del derecho” aunque nadie puede negar que sin su presencia algunos asuntos nunca hubieran llegado ante un tribunal. El más conocido es de la Infanta Cristina, puesto que sólo gracias la insistencia de Manos Limpias la hermana del Rey se ha sentado en el banquillo de los acusados. 

La doctrina del Tribunal Supremo ha sido siempre muy condescendiente a la hora de legitimar la acción popular. Esa benevolencia viene influida por el carácter “democratizador” de la Constitución y por la inconfesable desconfianza  de determinados sectores políticos por las conexiones del Ministerio Fiscal con el Poder Ejecutivo. No hay que olvidar que el Fiscal General del Estado viene a ser una especie de cargo de confianza nombrado del Gobierno cuyo mandato coincide en el tiempo con el de la legislatura.  Al margen de la Fiscalía, hay otras dos formas de personarse como acusación en un proceso penal: la acusación particular, amparada por el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, y la popular. Lo que ocurre es que esta última es una particularidad que existe en muy pocos países.  El motivo es bien sencillo y es porque en la mayoría de ellos el Fiscal General del Estado es un órgano independiente por lo que se hace innecesaria la presencia de la acusación popular.

La falsa creencia de que algunas acusaciones populares eran como una especie de Robin Hood  ha quedado sepultada de bruces. El interés mediático, siempre ligado a la obtención de pingües beneficios, hace que muchas veces se hayan presentado querellas incluyendo como único elemento de prueba recortes de periódicos. La connivencia en algunos casos entre el medio de comunicación y la acusación popular puede llegar a ser también preocupante. El problema es que el don de la ubicuidad de algunas acusaciones populares, por el mero hecho de que la ley permita a cualquier ciudadano poder presentarse en un proceso sin estar implicado en él, ha traído graves complicaciones. Incluso el Tribunal Supremo se ha devanado los sesos para tener que decir cosas distintas cuando sólo es la acusación popular la que imputa un delito a alguien y consigue llevarle a juicio (léase doctrina Atutxa y doctrina Botín). Pese a ello, el legislador tampoco se ha tomado nunca en serio el tema. Es ahora, a raíz de una investigación policial y judicial, cuando resurge el debate de restar protagonismo en un procedimiento judicial a  alguien a quien no le afecta. Y lo hace a las puertas de una más que probable campaña electoral donde resurge la subasta por quién hace la propuesta más llamativa.

Emprender un litigio penal en España resulta económicamente poco costoso. La propia ley impone costas bajas para ejercer este derecho y tan sólo se podrán exigir reparaciones al que ejerce la acusación popular si alguien resulta absuelto porque se le imputó falsamente un delito o porque ni siquiera se molestó en investigarlo. Hay casos en los que el juez aparta del procedimiento a una acusación porque no hace bien su trabajo. Fue llamativo el caso del juez Pablo Ruz cuando expulsó del caso Gürtel al PP acusándole de ejercer de defensa de algunos imputados como Luis Bárcenas o el ex diputado Jesús Merino.  Algo parecido le ocurrió a Falange Española de las JONS cuando fue apartada del procedimiento por el magistrado Luciano Varela cuando investigaba una querella de Manos Limpias contra Baltasar Garzón por los crímenes del  franquismo.

Un juez también puede comprobar de primera cómo, si así lo quiere, una acusación popular  zancadillea su labor instructora y ralentiza el procedimiento a su antojo a base de recursos que está obligado a resolver. Sólo una reforma procesal en profundidad pedida a gritos desde hace tiempo por jueces y fiscales sería capaz de poner límites a este tipo de abusos. Casi nadie pide la desaparición de la acusación popular sino una reforma que regule sus mecanismos de actuación para evitar que puedan pervertir el sistema. Existe, además, la opinión generalizada de que algunas personaciones sólo obedecen a intereses espurios. Ello refuerza aún más las tesis de establecer términos exigentes al punto de tener que demostrar que sin ser perjudicado se tiene un interés verdaderamente legítimo para ejercer una acción penal.

Hay también posturas más radicales, pero muy minoritarias, que exigen sin ambages la desaparición de la acusación popular dado que ya existe en nuestro ordenamiento jurídico la figura del fiscal encargada de defender el interés público y de la acusación particular que vela por los suyos propios, lo que hace innecesario que una persona o entidad sin oficio ni beneficio en la causa se dedique a emprender acciones penales buscando más notoriedad que justicia y, como se ha visto ahora, dinero mediante prácticas de extorsión. Por el contrario, hay quien opina que por ser precisamente Fiscalía un órgano dependiente del Gobierno de turno se hace imprescindible la existencia de la acusación popular porque algunos delitos vinculados a políticos o decisiones políticas podrían dormir para siempre el sueño de los justos.

Para poner fin a esta propaganda gratuita que se hacen partidos políticos, organizaciones o particulares a través los medios de comunicación que se ofrecen a publicar la mera interposición de una querella o denuncia porque va dirigida a una persona o institución relevante, hay quien se muestra partidario de imponer una fianza más elevada y siempre en función de diversos factores como quién es el destinatario o el delito que se le imputa. Ahora basta con que sea proporcionada y adecuada a la capacidad económica del actor. Si se aumenta esa fianza haría disuadir a más de uno de acudir a un juzgado imputando una determinada actividad delictiva basándose sólo en recortes de prensa que, en muchos casos, ellos mismos han provocado de antemano para interponer la querella.

Una última reflexión estaría relacionada con la tan careada reforma legal que permitiera dejar en manos del Ministerio Público el monopolio de la acción pena. Sin duda, esta medida llevaría aparejada una disminución del actual protagonismo del que goza la acusación popular.

(*)  Íñigo Corral es periodista.

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