“Mi agresor usa la pulsera de localización para maltratarme psicológicamente”

  • Al agresor de Silvia concedieron el permiso y en este momento cumple una condena de un año y nueve meses en el penal de Pamplona, a escasos kilómetros de su víctima
  • Silvia y su actual pareja, Carlos, llevan dos años sin apenas dormir porque Moisés, agresor y expareja de Silvia, rompe su pulsera cada poco. Ya lleva catorce

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Silvia dice estar “muerta en vida”. Por derrotista o exagerado que parezca, a lo largo de la conversación repite varias veces arrepentirse de haber denunciado a Moisés, el hombre que, cuando ella tenía 17 años la enamoró. “Era atento, agradable, yo estaba enamorada de verdad” y los dos, que vivían en Pamplona, se mudaron a vivir a Girona. Allí la historia cambió y una vez aislada de toda su familia, sus conocidos, la verdadera cara de Moisés brotó. Silvia es víctima de violencia machista.

“Me pegaba todos los días, me violaba, me apagaba los cigarrillos en cualquier parte del cuerpo”, relata. Y si la experiencia ya parece estremecedora hay todavía más relato. “Nosotros vivíamos en una granjita y se traía a varias prostitutas a casa. Me obligaba a ver cómo mantenía relaciones con ellas y hasta que no acababan no podía quitar la vista. Si dejaba de mirar, me agredía”.

La vida de Silvia se resume en una frase: “todo el mundo ha mirado para otro lado”. Cuando él la agredía y su familia lo sabía, nadie hizo nada. Cuando él le había dado puñetazos en los ojos hasta dejárselos casi reventados, su cuñado (hermano de su expareja) le pidió que se quedara encerrada en una habitación para no verla. También cuando él la abandonó desnuda en medio de una carretera catalana con su hija de poco más de año y medio. “Pasaron más de cien coches, me veían llorar, gritaba, mi hija estaba conmigo y nadie paraba”, hasta que un joven se bajó del coche, le dejó su chaqueta y se la llevó con él.

Silvia tiene una hija ahora que roza la mayoría de edad y otro adolescente, pero cuando la mayor tenía poco menos de dos años y el padre volvía a casa después de una juerga, Silvia tenía que coger a su hija y huir con ella por el monte catalán. En cuanto sentía que llegaba agarraba a su hija y le decía que estaban “jugando al escondite”. Cerca de la granja, en medio de la montaña, Silvia encontró una pequeña cueva de la que su expareja no tenía conocimiento alguno. “Ahí nos metíamos y pasábamos horas, le contaba cuentos a mi hija para que no llorase, se lo planteaba todo como un juego para que no sufriera e intentaba mantenerla tranquila para que él no pudiera oírnos. Pasaba a veces cerca y preguntaba que dónde estábamos escondidas, pero conseguía mantener a mi hija en silencio”.

Moisés lleva varios años en prisión. Fue preso en una cárcel catalana, pero él pidió el traslado a Pamplona para estar cerca de Silvia. Le concedieron el permiso y en este momento cumple una condena de un año y nueve meses en el penal de Pamplona. Desde allí, Moisés la ha llamado “198 veces”. Las tiene contadas y denunciadas. En las llamadas mensajes de todo tipo: amenazas, en otras le pregunta qué ropa interior lleva puesta y en otras exige cosas sobre sus hijos. El acoso desde la cárcel de Pamplona va a más y de alguna manera Moisés se ha hecho con un teléfono móvil desde el que envía mensajes a través de su cuenta de Facebook casi a diario.

Con Silvia ha intentado hablar, pero a quien más acosa es al novio de la hija de Silvia. Le envía mensajes con muchísima regularidad a su cuenta de Facebook. El joven se los reenvía a Silvia para que tenga conocimiento de la situación. En esos mensajes, además de amenazas más o menos veladas hacia Silvia, le intenta contar que él echa de menos a sus hijos, que realmente sí que tiene dinero, aunque se ha declarado insolvente en varias ocasiones para no pagar algunas multas por incumplimientos y que ese dinero se lo dará algún día a sus hijos. También ha pedido vis a vis en prisión, una petición que ha sido concedida desde el penal de Pamplona, a pesar de que se encuentra preso por agresión machista. En una ocasión, cuando Moisés se vio envuelto en una pelea en prisión y fue enviado al hospital, pidió que fuera la propia Silvia quien le cuidara en su recuperación. Los funcionarios de prisiones llamaron a Silvia para trasladarle la petición y finalmente "el director de la prisión de Pamplona tuvo que llamarme para pedirme disculpas".

Silvia ha cambiado de domicilio tres veces en los últimos años. Él siempre la encuentra. El último pueblo en el que Silvia ha recalado también es cómplice del malestar de Silvia. Allí sus hijos han tenido verdaderos problemas para poder socializar: su hija mayor no tiene amigas porque los padres de las chavalas del pueblo se niegan a que compartan amistad. Cuando se mudaron al pueblo, pidieron al alcalde que avisara a los vecinos de su llegada y de su situación especial, que requiere la visita de Policía Foral con bastante frecuencia. Más de la que a ellos les gustaría.

El alcalde no avisó a los vecinos. Tuvieron que hacerlo ellos, acompañados de un par de agentes, quienes fueron casa por casa, sobre todo a los vecinos más cercanos, avisando de que de vez en cuando habría presencia policial, pero que su llegada era para proteger a la familia, no porque “fuésemos delincuentes y el origen del problema”. Los avisos sirvieron de bastante poco. Cada vez que salta una alarma por la pulsera, la Policía Foral aparece allí. Algo que a los vecinos del pueblo navarro parece no gustarles. Han dado de lado a la familia y califican a Silvia de “bruja”. Es más, en una ocasión, un grupo de vecinos intentó agredirla “en la piscina del pueblo”, denuncia la mujer. Han llegado a decirle a Silvia que si le ha pasado eso, será porque “algo ha hecho”. En el pueblo donde viven, a unos kilómetros de la capital navarra, no han encontrado el lugar que les acoja.

“Luego se les llena la boca hablando de igualdad, de defender a las mujeres, pero la chapita es muy sencilla de poner”, asegura Silvia y esperan tanto ella como Carlos, su pareja, que no instalen la placa que da la bienvenida en varias localidades de Navarra y que reza “esta localidad no tolera las agresiones sexistas”. Sería "vergonzoso después de lo que estamos sufriendo", concluyen.

“Ha roto la pulsera catorce veces. La jueza me dijo que había sido al caerse de la bici”

Cuando Moisés sale de prisión con algunos permisos penitenciarios de los que goza, debe ir con una pulsera de geolocalización en todo momento. Moisés ha roto la pulsera catorce veces en los últimos dos años. Es el mismo tiempo que llevan Silvia y Carlos sin pegar ojo por las noches.

Mientras en la Audiencia Provincial de Navarra estaban juzgando a los cinco miembros de La Manada, Silvia estaba en medio de un juicio contra su agresor. Es un proceso que no acaba, ya que él la denuncia cada poco y Silvia se ve obligada a acudir a declarar. Ese día fue Silvia quien había denunciado a Moisés por las reiteradas ocasiones en que éste había roto su pulsera y dejaba de estar localizable. "La jueza me dijo que la última vez que se le había roto fue porque Moisés se había caído de la bicicleta", recuerda Silvia.

Ella estaba ya "harta de no dormir", de recibir llamadas de madrugada que le avisaban de que él dejaba de estar localizable y de esperar durante horas la confirmación de que Moisés estaba localizado y de nuevo con la pulsera. Así que respondió a la jueza. Mientras en las puertas de los juzgados de Pamplona se concentraban decenas de mujeres para pedir justicia en el caso de La Manada, Silvia tiró una pulsera similar por la ventana "desde un quinto piso. La pulsera quedó intacta y seguía funcionando". Con eso quiso demostrar a la jueza "que con una pequeña caída no le pasaba nada, hay que manipularla bien para que se acabe rompiendo y llevamos catorce pulseras ya", denuncia.

La respuesta judicial es ponerle una multa, que él nunca paga puesto que está declarado insolvente. Así que aprovecha esa impunidad "para jugar con Silvia", denuncia Carlos, la actual pareja de Silvia. "Sabe que no le va a pasar nada, y de este modo nos tiene en alerta todo el rato. Pretende desgastarnos", prosigue.

Silvia repite en varias ocasiones que entiende perfectamente a Juana Rivas. Dice que de ser ella, “no habría vuelto a aparecer, me habría cambiado el nombre y mis hijos no le habrían vuelto a ver”. Ella sabe bien lo que es pelear por sus hijos, perderlos y tardar más de tres años en volver a recuperarlos.

300.000 kilómetros y 30.000 euros

Silvia demostró que estaba dispuesta a todo con tal de defender a sus hijos. Tanto, que acabó "en el talego", como ella reconoce. Fue defendiendo a su hija de su padre agresor. No quiere ahondar en ese momento de su vida, porque admite que algunos pueden usarlo en su contra, aunque la defensa de su hija estaba por encima de todo. Tras ese momento, la Generalitat de Catalunya le retiró la custodia de sus dos hijos y se la otorgaron a los padres de Moisés, su agresor. Los niños volvieron a vivir a Cataluña, mientras Silvia y su pareja vivían en Pamplona.

Durante tres largos años y una vez al mes al principio y después una vez cada quince días, Silvia y Carlos ponían rumbo a Cataluña para poder visitar a los hijos en los puntos de encuentro. "Teníamos entonces un coche nuevo, que acabó con 300.000 kilómetros de idas y venidas hasta allá y nos hemos dejado más de 30.000 euros en recuperar a los dos hijos". Para que los dos hijos volvieran a estar con su madre hicieron falta, además de muchos viajes de 1.200 kilómetros ida y vuelta, varios estudios psicológicos, exámenes y papeles que certificaban que Silvia estaba en plenas facultades para hacerse cargo de sus hijos, además de los gastos del abogado.

Después de ese momento, Silvia no encontraba trabajo, no la querían en ningún sitio debido a su situación personal que le obliga a salir corriendo a su hogar si hay peligro. La orden de alejamiento impuesta afecta solo a Silvia, sobre los hijos no hay orden de alejamiento, por lo que si quiere que sus hijos estén protegidos policialmente, Silvia debe estar con ellos en casa para evitar que él entre. También porque cada cierto tiempo tiene que ausentarse para acudir a uno de las decenas de juicios que tiene pendientes con Moisés por diversas causas. Y por último, porque Silvia no puede hacer vida sola. Fueron momentos muy duros, en los que "no hubo para comer", reconocen. Ahora regenta con su pareja un negocio en Pamplona, y trabajan juntos. Al inicio Silvia "se escondía debajo de la mesa cuando entraban clientes, le daba pánico hablar con la gente", recuerda Carlos.

Silvia rememora esos primeros días: "apenas podía hablar con la gente, me daba miedo entablar conversación y por supuesto estar sola en la tienda. Tampoco podía aguantar que alguien me tocara". Ahora, admite, algunos de esos miedos han pasado, puede atender a la gente "con normalidad" e incluso si alguien le toca "el brazo en señal amigable" ya no siente miedo.

Lo que aún no ha sido capaz de hacer es poder salir a la calle sola, ir de tiendas con sus hijos o tomarse un helado o una caña en una terraza en soledad. Todas esas acciones, "tan corrientes para cualquier persona", para ella son un trago especialmente difícil. No puede hacer vida normal porque vive una condena dentro de su libertad. Tiene miedo de que en cualquier aglomeración su agresor aparezca, dada la multitud de ocasiones en que él se ha zafado del sistema de seguridad y ha estado a escasos metros de su casa.

“Vivimos permanentemente con este móvil de la mano”, relata Carlos, pareja actual de Silvia. Es un teléfono móvil al uso, donde están permanentemente en contacto y ahí les avisan cuando la pulsera del agresor de Silvia pierde cobertura, se rompe o la desactiva. “Llevamos dos años enteros sin dormir”. El móvil suena a la una de la madrugada, les avisa de que la pulsera ha perdido conexión. Vuelve a sonar a la una y media, para informarles de que se ha restablecido, otra vez a las dos, porque la señal se ha perdido y en ese momento no son capaces de localizarlo. “Ha llegado a estar más de cuarenta horas sin estar localizado y aquí no pasa nada. Le fríen a multas pero como es insolvente… para él es un juego”.

Un juego que, admite Silvia, “le permite usar la pulsera para maltratar psicológicamente”. Ella dice sentir que no puede vivir en libertad. Aún no puede ir a ningún sitio sola y tiene que ir siempre con Carlos, su pareja. “No he ido aún a comprar una tarde con mi hija, las dos solas. Es entrar en un centro comercial y me dan ataques de pánico, pierdo la noción e incluso me pongo agresiva”. Lo mismo le ocurre cuando acude a una piscina pública: las aglomeraciones de gente le ponen nerviosa, se siente tremendamente insegura, y llegan los ataques.

Que Silvia recupere su libertad está en manos del Gobierno de Navarra, quien debe legislar a su favor y en favor de otras víctimas como Silvia, que requieren de un sistema de protección que no está contemplado aún en la Comunidad Foral.

Parte II: La libertad de Silvia está en manos del Gobierno de Navarra

2 Comments
  1. florentino del Amo Antolin says

    Un drama social. Muchas veces buscamos ayuda allí donde nos toca; pero los demás tambien somos humanos y llenos de problemas, ni mejor ni peor ( Aunque este se las trae ). Los estamentos jurídicos y el Gobierno Foral deben de aplicar al maximo las leyes y de forma empatica, buscar soluciones que puedan normalizar la vida, Silvia y sus hijas. Una urgencia de dignidad humana, que nos toca los sentimientos, por muy duros que los tengas. La Comunidad Foral, sabrá colaborar… Por obligación y cumplimiento con el Fuero ciudadano. Gracias Ana, al traer el caso, que NO es uno más. Gracias.

    1. Fernanda Suárez says

      Estoy de acuerdo en la mayoría salvo algo muy importante: su «problema » no es equiparable al resto de «problemas humanos». Esto no es un «todos sufrimos por algo». Es una situación de VIOLENCIA por el hecho de ser mujer, algo que ninguna tendríamos por qué soportar y menos a los extremos de esta gravedad.

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