¿Qué son las luchas no mixtas y por qué son importantes?

  • ¿Es posible “excluir” a los varones, a lxs blancxs, a lxs heterxs, etc.? ¿Pueden las minorías reivindicativas “excluir” a una mayoría que ya goza de los derechos por los que estas minorías luchan?
  • Puede que el reciente desborde y legitimación de los movimientos feministas junto a la consolidación de los movimientos antirracistas hayan hecho resurgir cuestiones que parecían “superadas”

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En los últimos meses los debates sobre los espacios no mixtos se han vuelto tensos y controvertidos dentro del ámbito de los activismos. Puede que el reciente desborde y legitimación de los movimientos feministas junto a la consolidación de los movimientos antirracistas hayan hecho resurgir cuestiones que parecían “superadas”; cuestiones que habían sido un eje central para los movimientos feministas de los 70 y los 80. Sin embargo, las constantes conversaciones que mantengo a menudo con amigxs y compañerxs militantes en Madrid sobre esto me llevan a pensar que aún nos queda un largo camino por recorrer…

Podemos encontrar argumentos muy variados para confrontar las prácticas activistas no mixtas, ya sean en base al género, a la racialidad, a la clase, a la orientación afectivo-sexual, a la diversidad funcional o intelectual, etc. Los más recurrentes apelan a la idea de que “todos somos personas”, y se alarman ante lo que se percibe como una deriva excesivamente radical y (auto)excluyente que debilita una lucha que debiera ser conjunta.

El principal problema de estos discursos es que contribuyen a reforzar las ficciones igualitaristas (presentes tanto dentro como fuera de los activismos), negando así las desigualdades, discriminaciones y violencias materiales y simbólicas que sufre de manera específica cada colectivo. Efectivamente, todxs deberíamos ser reconocidas como personas (iguales y de pleno derecho ante la ley), pero sabemos que sólo los más privilegiados gozan actualmente de ese estatus en las sociedades neoliberales, machistas, racistas, capacitistas, etc. No todxs somos personas, ciudadanos, españoles (como le gusta decir a Albert Rivera), ni nada que se le parezca: porque nunca ha existido tal principio de igualdad, al menos no de forma efectiva.

Me parece especialmente doloroso y frustrante que estas ideas cobren tanta fuerza dentro de los activismos “de la izquierda”. Resulta, en cualquier caso, sintomático de una izquierda huidiza cuando se trata de asumir la posición de privilegio desde la que habla. ¿Es posible “excluir” a los varones, a lxs blancxs, a lxs heterxs, etc.? ¿Pueden las minorías reivindicativas “excluir” a una mayoría que ya goza de los derechos por los que estas minorías luchan? Creo que esto se vería con más con claridad si hablásemos de “excluir” a un gran empresario (que siempre gozará de su posición de poder, por muy consciente que sea de las desigualdades) de los movimientos sindicales… La idea de que todxs somos personas no deja de ser un anhelo, una peligrosa ficción que nos lleva a invisibilizar los privilegios/opresiones específicas que nos atraviesan en distintos momentos. Por ello, no se trata de apelar a una revolución conjunta, universal y desencarnada de “todos contra el sistema”, sino de reconocer a una diversidad de colectivos (y de revoluciones) que se movilizan contra mecanismos discriminatorios concretos.

Entrar en las lógicas de las confrontaciones, las exclusiones y las rupturas implica en primera instancia no reconocerlas. Y desde aquí no se puede construir nada. También implica pensar el activismo y la militancia como un principio igualador en sí mismo: como si todxs imagináramos un mundo ideal desde un mismo lugar; una fantasía propia de un único sujeto político (privilegiado), sin cuerpos ni narrativas.

Las luchas no mixtas resultan necesarias en estos procesos de (auto)conciencia y (auto)reconocimiento colectivos. Son espacios de seguridad en los que poder desplegar, reflexionar, debatir, compartir y poner en común experiencias corporales y afectivas que se han visto atravesadas (y continúan haciéndolo) por formas concretas de poder y dominación. El intercambio de estas experiencias es una de las principales herramientas que tenemos para construirnos como sujetxs e identidades políticas. En este sentido, las narrativas colectivas son una fuente indispensable para el agenciamiento (empoderamiento) político y las transformaciones sociales.

Además, es preciso atender a la conformación de estos espacios desde la interseccionalidad (sobre la que tanto se ha escrito desde las teorías críticas). Ello implica adoptar una perspectiva móvil y relacional de los privilegios/opresiones, es decir, que son múltiples y cambiantes en función de los contextos que habitamos. Poder(es) y opresiones que ejercemos y ejercen; que se entretejen, intersectan y ensamblan produciendo de forma específica las subjetividades. Todo ello entroncaría de nuevo con la cuestión de los privilegios… Esos que, como describe Jokin Aspiazu en sus estudios sobre masculinidad y que pueden ser aplicables a otros privilegios, generan una incomodidad productiva, es decir, que nos llevan al descentramiento y a colocarnos en otro lugar (por incómodo que nos parezca): a ceder y tomar espacios, al menos si a lo que aspiramos es a la destrucción de esta mirada (euro)androcéntrica.

Volviendo a las fantasías, la mía (la de una mujer cis blanca, activista, feminista y disidente sexual) es que algún día asumamos las diversidades y podamos articular las luchas. Pero esto pasa inevitablemente por comprender, o como mínimo respetar, estos espacios en los que las identidades sociales y políticas se estabilizan, se nombran y se vuelven reconocibles. Sólo después podremos identificar lo que tienen/tenemos en común. Y aliarnos en estos puntos de encuentro.

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