Distancia generacional

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Román Álvarez *

Un año más hemos conseguido sobrevivir al periodo navideño, ese que suele resultar tedioso con tanta entrañable reunión familiar, tanto amor repentinamente sobrevenido y tanta zambomba. Sin duda, llevado por los buenos deseos de paz y orden, un buen día me puse a ordenar esos lugares del reducto hogareño en los que uno escarba muy de vez en cuando. Así, escrutando y hurgando di con tres o cuatro centenares de viejos discos de vinilo arrumbados en el fondo de un armario desde hace más de dos décadas. Reconozco que fue una sorpresa muy agradable en un principio. Allí había discos grandes y pequeños de los años sesenta, setenta y ochenta. Incluso unos pocos de los que a mediados de los sesenta regalaba el brandy Fundador al canjear un número de cápsulas de sus botellas (“Está como nunca el coñac que mejor sabe…Redondo es el disco sorpresa de Fundador …” decía el soniquete publicitario grabado entre canción y canción, mientras una sonriente Patty Shepard –recientemente desaparecida- avalaba la calidad del producto en la cubierta del disco). La sensación de hundimiento sobrevino cuando tuve que explicarle a mi hija lo que eran los vinilos y cómo funcionaba el plato giradiscos, el brazo, la aguja, la diferencia entre estéreo y monoaural y hasta lo que era un disco rayado, expresión ésta en desuso por falta de referente. Lo de los guateques lo dejaré para otra ocasión.

Y como una cosa lleva a la otra, de pronto comencé a hilar un apresurado flashback en retrospectiva analepsis, valga la hiper-redundancia. Y caí en la cuenta de que soy anterior al transistor, ese chisme que hace varias décadas empezaron a llevar colgado en bandolera los pastores de mi pueblo camino de las majadas. Y que nací antes de que el hombre pusiera el pie en la luna, antes incluso que muchas de las vacunas, cuando toda la chiquillería pasaba por el sarampión, las paperas y las tosferina. Pero es que los de mi generación somos también anteriores a los aviones supersónicos de reacción a chorro –la gesta del comandante Zorita sería muy comentada en su momento-, llegamos a este pícaro mundo antes que las fotocopiadoras, las máquinas de escribir eléctricas de bola o margarita, los sistemas de cierre de velcro, los tupper, las tarjetas de crédito y las lentes de contacto, por no mencionar el ordenador, los teléfonos móviles, con o sin politonos, las cámaras digitales, los iPods e iPads, las calculadoras portátiles, el rayo láser, el euribor, la píldora anticonceptiva o el sida.

Nadie hablaba entonces de la anorexia, la bulimia o de las terapias de grupo. La labor del psicopedagogo la suplía el pescozón, el tirón de orejas o el simple soplamocos del más o menos bragado educador de turno. Los Reyes Magos no tenían que competir con el gordinflón del Norte, simplemente porque ese sujeto con pinta de borrachín deambulaba por las llanuras de Laponia llamando a los renos con voz pastosa. La dieta era algo obligado cuando uno andaba mal de la barriga, y el ayuno tenía que ver con algunos días especiales de la Cuaresma cuando lo que pedía el cuerpo era comer a hinchapellejo y dejarse de zarandajas de huevos y lacticinios. Lo más parecido al yogur era la cuajada hecha con los calostros de las vacas recién paridas, y los Burger King o MacDonalds no existían ni en los tebeos de ciencia ficción. Flash Gordon y Diego Valor se nutrían en otros pesebres.

Tampoco había hogares de la tercera edad, pero oíamos hablar de los asilos de ancianos y los hospitales antituberculosos. Las parejas –nunca las de la guardia civil-- se casaban y luego se iban a vivir juntos. Los únicos que lucían narigón eran los toros y los bueyes para su fácil traslado cuando iban de cabestro o de ramal, y no había otros adornos metálicos agujereando el pellejo de los seres vivos racionales, salvo los que venían dibujados en la Enciclopedia al explicar las distintas razas humanas.

La “hierba” no se fumaba; estaba en los prados o en los pajares y la comía el ganado pastando o invernando en el establo, pero no se vinculaba ni a camellos ni a transacciones subrepticias al margen de la ley. Y qué decir de la “coca”, conocida en nuestro entorno simplemente como un refresco con lejanas evocaciones a zarzaparrilla. El vocablo “conejo” podía tener varias acepciones –alguna de ellas non sancta--, pero en ningún caso remitía a las chicas de Play Boy o al orejudo eléctrico de las pilas de larga duración.

Teniendo en cuenta lo anterior, no resulta fácil que los adolescentes de hoy comprendan aspectos de la vida de sus mayores más asociados a la prehistoria que a la era post-tecnológica. Bastante mérito tenemos con habernos sabido adaptar a los sobresaltos del progreso y de la política sin más cicatrices mentales que las imprescindibles. Demasiado enteros hemos salido del trance, dadas las circunstancias. Que no se nos pida más en los inicios de un nuevo año en el que nos gustaría hacer tabla rasa de tantas cosas. Echar la vista atrás es bueno a veces (Karina dixit). Trazar la senda de los recuerdos ayuda a explicar la trayectoria que nos ha ido marcando la vida, aunque ahora, al rebufo de tanta crisis y tanta corruptela, nos embargue la náusea. Lo bueno de llegar a cierta edad es que a uno ya casi no le queda bilis que vomitar. Y el caparazón también se ha endurecido. Tal vez demasiado.

(*) Román Álvarez es catedrático de Filología Inglesa de la Universidad de Salamanca.
1 Comment
  1. Nekane says

    ¡Qué bello artículo! No comparto la resignación del cansancio y el caparazón.

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