Garoña: inseguridad nuclear y desafío empresarial

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Pedro-Costa-MorataEl problema que plantea la central nuclear de Garoña desde hace ya demasiados años ha conseguido superar, en el momento actual, las disyuntivas que planteaba desde que se decretó su cierre para 2012, entre volver o no a reactivarla y prolongar o no su vida activa sobre lo previsto en su diseño y construcción, exigiendo la empresa las decisiones que más le han convenido, en un descarado pulso con el poder político.

En este momento, el órgano técnico ad hoc, el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) ya ha emitido informe favorable a la reapertura de esta instalación, cerrada por decisión unilateral del explotador en 2011, un año antes de lo que preveía la última autorización, y aunque no señala (por no ser de su competencia) la duración de este nuevo periodo de funcionamiento, las presiones del sector eléctrico en los últimos años, así como la receptividad del Gobierno, harían posible que la nueva autorización ministerial alcanzase los 14 años, llegando al total de 60 años que vienen pidiendo las empresas para las centrales nucleares actualmente en funcionamiento (seis más Garoña). Unas exigencias ciertamente abusivas, ya que todas las centrales nucleares españolas se diseñaron para 40 años, y su prolongación sólo sería técnicamente posible tras importantes y muy costosas modificaciones, sobre todo en órganos sensibles. Esto como dificultad de tipo general, porque la central de Garoña arrastra una vida llena de sospechas, incidencias y amenazas.

Esta central, con una potencia eléctrica de 460 megavatios eléctricos (Mw) y que entró en funcionamiento comercial en 1971 (segunda, tras Zorita, de nuestra historia nuclear), dispone de un reactor del tipo de “agua ligera en ebullición”  (BWR, en sus siglas en inglés), adquirido en su día a General Electric (GE). La empresa propietaria, Nuclenor, se constituyó al 50 por ciento por Iberduero y Electra de Viesgo, y ahora lo está, mitad y mitad, por Iberdrola y Endesa. En noviembre de 1974 los 21 reactores norteamericanos de GE tuvieron que ser revisados debido a la constatación de fallos en los circuitos (radiactivos) de refrigeración; y a lo largo del año siguiente la prensa crítica aludió repetidamente a diversos problemas en Garoña relacionados con la aparición de grietas en la vasija del reactor y la posibilidad de un aumento de la radiactividad ambiente en el entorno. Años después volvieron a presentarse problemas en el reactor y cuando se produjo el accidente de la central de Fukushima en marzo de 2011, precisamente en un reactor similar al de Garoña, la alarma internacional hizo que todas las centrales del mismo tipo (tecnología BWR de GE, a la que también pertenece la central nuclear de Cofrentes, en Valencia), se vieran obligadas a realizar en su diseño modificaciones relativas a reforzar la seguridad.

Aunque estas inversiones adicionales de seguridad no han sido realizadas en su totalidad en Garoña, el CSN no ha dudado en dar su visto bueno a la reapertura, aunque condicionándolo a la cumplimentación de esas medidas. Las dudas legítimas surgen al tener en cuenta la historia tecnológica de una central que, visiblemente, pertenece a una época claramente superada en la tecnología nuclear y por supuesto en la alternativa energética global: se trata de su obsolescencia particular, y de ahí que haya de considerarse una osadía el pretender que siga funcionando hasta 2031. La decisión ha de ser político-administrativa y puede tener o no en cuenta los informes meramente técnicos del CSN, por supuesto. Acerca de este punto, la historia nuclear española nos viene sorprendiendo con las pretensiones de objetividad y neutralidad del aparato técnico del CSN, como si esto fuera posible y como si la experiencia disponible no nos invitara a considerar al aparato técnico de este órgano como una especie de orden monástico-nuclear en la que se puede entrar desde diferentes profesiones y confesiones políticas pero que capta, somete y transforma eficazmente a sus miembros convirtiéndolos en fervientes misioneros del mensaje nuclear: suficiente para desconfiar de su asepsia.

Pero es en el orden político donde hay que centrar el análisis, ya que el actual Gobierno, que se ha mostrado favorable a la reapertura de Garoña y al alargamiento en general de la vida activa de las centrales nucleares, no cuenta con la fuerza suficiente como para ir contra la opinión, ya expresada, de la mayoría del Congreso de los Diputados (PSOE, Unidos-Podemos, Ciudadanos). Y aunque al ministro Nadal –que por su estilo y declaraciones parece extraído de la veta inagotable de los mayordomos del empresariado– le pida el cuerpo ceñirse a los intereses de Nuclenor, lo tiene muy cuesta arriba y deberá contenerse en una legislatura en la que el PP no acaba de entender que debe ceder (y no sólo “llegar a acuerdos”). Entre otra razones, porque el problema de Garoña se ha de vincular, al menos, a otros dos factores, siendo el primero el de los residuos, ya que ampliar la vida de las centrales aumenta la necesidad de su gestión y almacenamiento, asunto que sigue sin resolverse por el impasse que vive el Almacén Temporal Centralizado (ATC) de Villar de Cañas, en sintonía con lo que le acaba sucediendo a todas las instalaciones nucleares en nuestro país, enfrentadas a una oposición incansable y cada vez más eficiente. Cuando menos, la sensibilidad ecologista estima que si se ha de transigir con un ATC debidamente proyectado (que no es el caso del actual) sólo puede ser a cambio de programar el cierre ordenado de las centrales productoras de residuos, sin que pueda aceptarse alargar su funcionamiento.

Otro de los elementos a tener en cuenta contra toda decisión de favorecer a Nuclenor es el de la oposición generalizada del entorno de Garoña: que si Portugal protesta de Almaraz por considerar al Tajo una vía nuclear potencialmente amenazante, que se sepa que hay un clamor casi uniforme en las regiones del Ebro, aguas debajo de Garoña, que son nada menos que cinco: País Vasco, Rioja, Navarra, Aragón y Cataluña. Esto va contra la postura, comprensible, de la Junta de Castilla y León, pero la vivificación de los centenares de pueblos y comarcas moribundos deben hacer pensar más y mejor a nuestros dirigentes que se aferran a instalaciones tan peligrosas como las centrales nucleares o los depósitos radiactivos… Sin olvidar que no es motivo de satisfacción que nuestros pueblos hayan de aceptar –o aferrarse a– industrias indeseables ante la falta de alternativa y la amenaza incluso de desaparición; porque esta situación, bien conocida, tiene mucho de humillante.

La polémica (final, presumiblemente) por Garoña viene a irrumpir, en fin, en un momento muy oportuno ya que el sector eléctrico se está mostrando –con todo el andamiaje legal con que los sucesivos gobiernos lo regalan– como una implacable máquina de empobrecimiento del español medio, con un sprint depredador sin precedentes en los últimos años, coincidentes con la crisis (y hasta con el frío, del que la ingeniería liberalizadora ha hecho un eficaz arma de destrucción masiva). Y como es indecente que un servicio público esencial como es la electricidad repercuta tan negativamente en millones de españoles, para que a cambio unos accionistas perciban dividendos de sufrimiento o incluso se enriquezcan, la lucha ciudadana –que la política sigue tibia a este respecto– debe insistir en la estricta necesidad de que el sector eléctrico entre en la esfera de la economía publica a corto o medio plazo, y que sus beneficiarios vayan concienciándose.

(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.
1 Comment
  1. Usuario(Nick) says

    Enhorabuena por éste magnífco artículo…

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