CINE / A nadie hasta aquel momento se le había ocurrido combinar el muerto viviente con el canibalismo
Lecciones de George A. Romero
Podía haber sido multimillonario, lo decía como si fuese simple mala suerte, pero lo cierto es que una negligencia garrafal de la distribuidora, debido al cambio de nombre de su inesperada obra maestra, le privó de los ingresos que podían haberle supuesto los derechos de autor. Es cierto que el zombie existía mucho antes de Romero y que otros cineastas, empezando por el gran Jacques Tourneur, lo habían usado antes, pero a nadie se le había ocurrido combinarlo con uno de los terrores esenciales de la especie, el canibalismo, para articular el monstruo definitivo de nuestra época. Los engendros fantásticos de siglos anteriores --el Vampiro, la Momia, el Hombre Lobo, Frankenstein-- venían bañados por una pátina de romanticismo, eran criaturas rebeldes, supervivientes del yo donde la humanidad asomaba detrás de los colmillos goteantes, las vendas inmemoriales o las toscas suturas de cirugía. En cambio, el zombie era el primer monstruo nacido del ateísmo, un cacho de carne con el que no se puede negociar ni discutir, un no muerto que no anhela ni recuerda nada y que desbarata cualquier promesa del más allá y cualquier atisbo del paraíso.
Con su primera película, La noche de los muertos vivientes (1968), Romero no sólo partió en dos el género de terror sino que, al igual que Poe o Lovecraft en la literatura, abrió caminos insospechados para el pensamiento. A partir de un exiguo presupuesto de 114.000 dólares, una película de 35 mm. en blanco y negro, actores aficionados, entrañas chorreantes de animales y sirope de chocolate para simular la sangre, levantó un escenario apocalíptico en que la crítica social se multiplicaba gracias, precisamente, a la falta de pretensiones artísticas. Por encima de sus evidentes virtudes cinematográficas, la película resultó un puñetazo que golpeaba el centro mismo de la conciencia estadounidense. El propio Romero ha contado la conmoción que sufrió cuando, de camino a enseñarle la cinta a un distribuidor, se detuvo en una gasolinera y vio la portada de un periódico con la noticia del asesinato de Martin Luther King a toda plana. Por pura casualidad, el mejor actor del que disponía, Duane Jones, era de raza negra y el final, con el protagonista tiroteado impunemente por la policía, se iba a convertir de repente en una bestial metáfora de la lucha racial en los Estados Unidos. Supo que la película que transportaba en el maletero era dinamita.
Muchos otros --Carpenter, Hooper, Craven-- seguirían sus pasos, pero ninguno iba a acertar en la diana del subconsciente aterrorizado de un país con la eficacia y la puntería del cineasta neoyorquino. En la tercera entrega de la serie, El día de los muertos (1985), estableció con tono de humor negro una sanguinaria sátira del estamento militar: nadie que la haya visto podrá olvidar a Bub (el zombie al que intentan amaestrar enseñandole a utilizar una pistola) haciendo el saludo marcial mediante el gesto de llevarse la mano a la sien. En la segunda, la extraordinaria Amanecer de los muertos (1978, la cual se estrenó en España con el lamentable título de Zombi), confinó a un grupo de supervivientes en un centro comercial cuya plácida apariencia de oasis capitalista se revela de inmediato como una sucursal del infierno.
Una de las claves del éxito de Romero es que nunca se tomó su invento muy en serio. Abominaba de muchos de sus imitadores, por ejemplo The Walking Dead, y especialmente de esa variante vírica de la plaga en que los zombis corren como velocistas desbocados. “No tiene ningún sentido” comentó una vez, “un zombie no tiene suficiente energía para eso”. La clave del terror zombie es, justamente, la parsimonia, el hecho de que ante una catastrofe a cámara lenta los supervivientes sean incapaces de reaccionar y ponerse de acuerdo. Lo esencial de sus películas no es la amenaza sino el modo en que la sociedad reacciona ante esa amenaza. Uno de los pocos que entendió el mensaje fue Edgard Wright, quien filmó la mejor comedia del género hasta la fecha, la extraordinaria Shaun of the dead (2004), una parodia del maestro donde el principal móvil humorístico es la imposibilidad de diferenciar entre las personas normales y los zombis. A Romero le encantó.
Hoy día, con las imágenes de los emigrantes colgando de la valla de Melilla y las pateras atiborradas de refugiados, el zombie se ha convertido en la mejor metáfora para explicar la insensibilidad ante la desgracia ajena. El zombie es el vagabundo sin techo, el emigrante en busca de trabajo, el refugiado huyendo de una guerra: todos aquellos que han perdido la humanidad por la falta de un documento que los acredite como ciudadanos. También en ese sentido George A. Romero fue un precursor y un profeta.