El otro día hablaba con amigos sobre una cobardía inconfesable: el temor a releer ciertas novelas por miedo a que hubieran envejecido mal (¿tan mal como nosotros mismos?), pero también por la certeza de que el concepto de cultura ha cambiado para siempre en la era audiovisual. Habiendo leído el boom hispanoamericano con temprano fervor entre los catorce y los veinte años, surgen preguntas timoratas. ¿Los cuentos de Cortázar ya no serán insólitas perlas surrealistas? ¿La profundidad metafísica de Onetti se reducirá a un fárrago neurótico algo friki? ¿La singularidad filosófica de Borges se revelará como un calabobos sofista? ¿Y los suculentos novelones de García Márquez serán ya incapaces de secuestrarnos con su prosa aterciopelada? Sin embargo, al abrir las páginas de las grandes obras del Siglo de Oro, regresa la confianza. Los autores del Buen Siglo ―Cervantes, Lope, Calderón, Góngora, Quevedo, Gracián― hacían prodigios con ese español hoy depuesto políticamente.
De Quevedo podría criticarse la crueldad superflua y las puyas sobre narices, panzas y cojeras que denotaban su propia inseguridad física, pero en el siglo XVII se tomaba licencias creativas que no le pasarían hoy nuestros editores armados con el DRAE cual libro mágico de Harry Potter. El autor madrileño sacaba verbos de sustantivos (microcosmar, reptilizar, desitinerar), inventaba neologismos imposibles (farmacofolorar), parodiaba latinajos (subterponer), fabricaba cultismos (neotericidades), creaba vulgaridades culteranas (piáculo) y se autoproclamaba un «puto enamorado» en los felices Siglos de Oro ―pues fueron dos― sin academias de la lengua.
De aquellos tiempos dorados es la picaresca española, representada por tres obras cumbres de nuestra literatura (que marcan el siglo XVI, el cambio de siglo y el primer tercio del siglo XVII): El Lazarillo, el Guzmán de Alfarache y el Buscón. La primera ―crónica hiperrealista de la vida de un ‘pícaro’ huérfano y desdinerado― es anónima, pero se considera obra de un destacado fraile que no pudo firmar su demoledor ataque a la hipocresía de la sociedad de su época. El Lazarillo no solo inspiró a Cervantes, sino también a Dickens y su anonimato permitió que la literatura española y europea posterior lo versionara sin reparos. El Oliver Twist que se leía en voz alta en las casas inglesas durante el XIX y buena parte del XX tiene un parecido asombroso con el Lazarillo español. El género de la picaresca rompió por completo con la tradición renacentista anterior al sustituir las gestas heroicas y los amores idealizados por una corrosiva gesta de la subsistencia con el hambre como leitmotiv de lo que hoy llamaríamos una novela iniciática o, en versión audiovisual, una road-movie.
«Puigdemont protagoniza el culebrón catalán en el que engaña a sus votantes, al secesionismo, al gobierno, a la prensa nacional e internacional y con toda probabilidad, a su casero de Waterloo»
Los hechos inauditos que protagoniza el secesionismo catalán desde el 1 de octubre de 2017 remiten a esta tradición literaria tan genuinamente española cuyo protagonista ―el pícaro― es un antihéroe trotamundos que tiene por objetivo principal en la vida robar a los ingenuos con los que se va topando. Dispuesto a usar todas las tretas necesarias para vivir sin trabajar, la filosofía del pícaro es un carpe diem consistente en que todo vale ―mentiras, chantajes, identidades falsas, disfraces, manipulación de personajes secundarios― con tal de lograr saciar el hambre de cada día. El pícaro, como el nacionalista catalán, no tiene vocación ni oficio y se ve obligado a cambiar de entorno con frecuencia, dada la irresistible pulsión que le lleva a mentir, estafar, chantajear y traicionar. El pícaro, como el nacionalista catalán, no tiene grandes principios políticos ni morales, sino que es un escéptico capaz de impostar actitudes bufonescas como medio para lograr un fin.
Merece la pena destacar que la novela picaresca puede considerarse un antecedente de las series televisivas tipo Netflix, pues consta de una larga sucesión de episodios independientes, cuyo hilo conductor es la presencia del protagonista. Del mismo modo, el serial catalán es un culebrón protagonizado por Carles Puigdemont, un antihéroe trotamundos que ha logrado engañar a sus propios votantes, a sus colegas secesionistas, al gobierno de su país, al bipartidismo político, a la prensa nacional e internacional, a los jueces españoles y, con toda probabilidad, a su casero de Waterloo. Pero por encima de todas estas consideraciones se alzan dos grandes preguntas en letras mayúsculas: ¿Todo esto, quién lo paga? ¿Y hasta cuándo va a prolongar esta farsa el país con la segunda tasa de paro más alta de Europa?
Los Homo sapiens somos muy listos y peligrosos: cuando crees que has acorralado uno para comértelo, es ya demasiado tarde para darte cuenta de que tú eras el primer plato de otro banquete.