Al Capone quizá sea el gánster más famoso de la historia. Desde Los Intocables de Brian De Palma y la serie Boardwalk Empire de Martin Scorsese hasta el recién iniciado rodaje de Fonzo en Nueva Orleans, el personaje de Capone sigue fascinando al mundo. Nacido hace un siglo largo en la barriada neoyorquina de Brooklyn, donde su familia de origen napolitano vivía en un desvencijado edificio próximo al astillero del East River, nada hacía pensar que el joven Alphonsus ―conocido como ‘Al’ entre los amigos y ‘Fonzo’ entre los parientes― fuera a convertirse en uno de los criminales más temidos de todos los tiempos. En el Colegio Público Número 7 se peleó a puñetazos con una profesora, lo que le obligó a abandonar las aulas a los 14 años, entrando en contacto con bandas urbanas de delincuentes juveniles donde conoció a Lucky Luciano y Johnny Torrio. En una pelea en el Harvard Inn, donde trabajaba como portero, le marcaron la cara con una navaja por insultar a una mujer, ganándose el apodo de ‘Cara Cortada’ (Scarface) que aborreció durante toda su vida.
Su colega Torrio se mudó a Chicago en 1909 para trabajar con el mafioso Jim Colosimo, asesinado a tiros precisamente en 1920, año en que Capone acababa de llegar a la ciudad. ¿Casualidad o causalidad? Nunca se supo. Tras heredar el negocio de burdeles, casas de juego y bares, Torrio entró en el lucrativo contrabando de licores propiciado por la decimoctava enmienda constitucional que prohibía el consumo de alcohol, conocida popularmente como la ‘Ley Seca’. Tras la jubilación de su mentor Johnny Torrio en 1925, Al Capone se puso al frente de la mafia de Chicago, manipulando a líderes políticos, jefes policiales y medios de información para labrarse una imagen de empresario dedicado a mejorar el bienestar de sus compatriotas.
Entre tanto, sus violentos métodos tenían aterrorizada a una ciudad tan dominada por la mafia como incapaz de enfrentarse a ella. Fomentando matanzas casi diarias entre bandas rivales, Al Capone iba eliminando fríamente a sus enemigos. ¿Eran adversarios auténticos o imaginarios? Poco importaba. Unas veces morían acribillados a tiros mientras comían espagueti en un restaurante italiano; otras aparecían degollados en su casa. La escalada de la violencia entre los clanes de Chicago culminó con la masacre del día de San Valentín, el 14 de febrero de 1929. Siete hombres de la banda rival de Bugs Moran murieron ametrallados por un falso pelotón de fusilamiento de mafiosos disfrazados de policías.
La pregunta que surge a estas alturas del relato es evidente. ¿Cómo fue posible que un ciudadano estadounidense cometiera delitos con semejante impunidad durante tanto tiempo? En primer lugar, era un hombre muy popular. Del mismo modo que hacía Pablo Escobar en Colombia, Al Capone se escudaba tras un disfraz de empresario generoso y siempre disponible para ayudar a los emigrantes recién llegados al país. En segundo lugar, Capone tenía en nómina a centenares de jueces, policías, políticos y periodistas, ninguno de los cuales quería desaparecer en un tiroteo que acabaría archivado en los sótanos de una comisaría por falta de pruebas.
Finalmente, Al Capone cayó. Pero no fue por quebrantar la Ley Seca ni por las decenas de actos de delincuencia que se le atribuían directa o indirectamente. El 18 de octubre de 1931 se le condenó por evasión de impuestos a cumplir una condena de 11 años de cárcel, que repartiría entre el presidio del Condado de Cook (en la propia ciudad de Chicago) y las prisiones federales de Atlanta y Alcatraz. La pena del juez James H. Wilkerson fue severa, considerablemente más larga que la impuesta en otros casos de evasión de impuestos. Pese a todo, no había sido fácil condenarle. Su red protectora estaba perfectamente engrasada y para poder hacer justicia fue necesario sustituir sorpresivamente a todos los miembros del jurado escasos minutos antes de empezar el juicio. Al día siguiente los titulares de los periódicos de Estados Unidos proclamaban: “A Capone le caen 11 años por evasión fiscal”, pero el país entero sabía que ese no era el motivo auténtico de su condena. Es decir, el mafioso más escurridizo de la historia pasó una década larga a la sombra por un delito que podría considerarse una menudencia. Este viernes se ha sabido que el Tribunal Supremo español estudia aceptar la entrega alemana de Puigdemont por una “malversación agravada de caudales públicos”. La historia tiende a repetirse de maneras asombrosas. O no.