Dispendio, farsa y necedad: patologías de la exploración espacial

  • La conmemoración de la llegada del hombre a la Luna no está sirviendo para la crítica objetiva de la llamada conquista del espacio
  • De hecho, se relanza en estos días con la actualización de aquella pugna político-internacional de los años de 1960

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La conmemoración de la llegada del hombre a la Luna, en 1969 no está sirviendo para la reflexión propicia y la crítica objetiva de un proceso contemporáneo, la llamada conquista del espacio, que se relanza en estos días con la actualización de aquella pugna político-internacional de los años de 1960 entre Estados Unidos y la Unión Soviética, que ahora se amplía a otras potencias igualmente pretenciosas, como la Unión Europea, China e India. 

En realidad, y atendiendo a la situación de nuestro mundo desde la proeza del Apolo 11, no debieran quedar dudas de que la ciencia y la tecnología (digamos, tecnociencia) desarrolladas desde entonces han puesto a nuestro planeta en un serio apuro, sin grandes posibilidades de salir de él. Desde este punto de vista, imposible de ignorar, no podemos atribuir a ninguno de los pretendidos “avances para la Humanidad” que se anunciaron en aquella explosión de optimismo generalizado, una contribución sensible (no ya definitiva) a las expectativas dramáticas de nuestras sociedades y de nuestro planeta. Todo lo contrario: el 90 por 100 de los problemas ambientales que nos condenan son de tipo estrictamente tecnocientífico, y hay que tener mucha fe para decir, admitido este presupuesto, que la salvación ambiental vaya a tener, precisamente, naturaleza tecnocientífica.

Aunque muy lateralmente, el 50 aniversario de la llegada a la Luna ha servido también para recordar la critica que importantes sectores sociales y algunos científicos norteamericanos interpusieron a los proyectos de la NASA, y concretamente a la decisión del presidente Kennedy, adoptada en 1961 de “llevar un hombre a la Luna antes del final de esta década”. ¿Era aquel costosísimo programa lo que necesitaba la sociedad norteamericana, corroída por la pobreza, la desigualdad y el racismo? Evidentemente no, ya que era la furiosa pugna política y militar con la URSS –que ya había puesto antes en órbita a un astronauta–, lo que impulsaba el Proyecto Apolo.

Ahora, tras medio siglo de no encontrar, en realidad, utilidad evidente a los viajes a la Luna, de nuevo Estados Unidos retoma aquel objetivo, que esta vez viene, como notas peyorativas, impulsado por el indescriptible Trump y la pugna con China, que parece que podría adelantarse a estos renovados objetivos. (Una China que, tengámoslo bien presente, viene siguiendo milimétricamente el sendero del desarrollo capitalista occidental, con un proceso, acelerado y agravado, de destrucción ambiental, tanto de su propio territorio como del planeta entero.)

Esta nueva carrera espacial, pues, tiene lugar cuando más falta hace destinar todos los esfuerzos posibles a salvar nuestro planeta reconduciendo radicalmente todo el proceso tecnocientífico. Resulta, así, un episodio reincidente –injusto, injustificable–, más si cabe que el anterior, ya que a él se adhiere ahora una tarea que de nuevo pretende cautivar las mentes y la opinión pública terráqueos: la conquista de Marte, para la que una “base intermedia” lunar se considera decisiva. 

El asunto de la conquista de Marte, cuyo alcance por humanos se nos anuncia para 2030 o poco más, tiene notables aspectos de neta estupidez, empezando por la tontería de considerar que una base lunar, a tres días de la Tierra, puede aliviar en algo el viaje al planeta rojo, que se cifra en un año, más o menos. Y viene coincidiendo con la “ofensiva intelectual” de ciertas mentes sorprendentemente “desajustadas”, como las de Hawking, Lovelock y otros, que no han dudado en promover la conquista de Marte como un nuevo asentamiento para los terrestres fugitivos de una Tierra llamada a la destrucción y la inhabitabilidad. El caso es que de entre los numerosos adictos a la conquista de Marte –a más de destacarse toda clase de propuestas tecnocientificas, más descabelladas que ingeniosas– ninguno cree que se lograra reproducir condiciones soportables de vida antes de… trescientos o cuatrocientos años. Y cuando esto se consiguiera, pese a su altísima improbabilidad, es de esperar que los colonos terráqueos destruyeran, en un par de generaciones, lo que antes habían recreado, siguiendo su acrisolado instinto depredador.

Se echa de menos, desde luego, que la intelectualidad más activa no parta a la guerra contra estos desvaríos, quizás porque, tradicionalmente, el filósofo o pensador mantiene un respeto cuasi religioso hacia la tecnociencia, lo que podría justificar parcialmente la propia ignorancia, pero que en definitiva consiste en la renuncia al análisis valiente y radical de tan gigantesco impulso de huida hacia delante.

No poco atractivo presentan, siempre, los artículos y discursos sobre la existencia de vida fuera de nuestro sistema solar, que pese a ser frecuentemente ambiguos y falsarios, gustan de alimentar curiosas fantasías en el ideario popular. Tampoco se suele reparar en que, cuando se habla de posibilidad (siempre remota o remotísima) en los planetas extrasolares que se van descubriendo, de rasgos físico-químicos que podrían asemejarse a los de la atmósfera de la Tierra, en razón de conocimientos logrados y más o menos fundamentados, apenas se señale, ni menos se explique, que estos objetos tan “esperanzadores” se sitúan a varios años-luz de la Tierra, es decir, a muchos millones de años de viaje.  

Se trata de una ciencia con mucho de enloquecida (Leo Szilard, el competente físico nuclear que participó en el Proyecto Manhattan, ya sentenció que el Proyecto Apolo no era ciencia, “sino circo”) y tanto o más de asocial, que divaga y se diluye en objetos y objetivos inalcanzables o indeseables, que distrae de los inmensos y urgentes problemas de aquí mismo, que detrae inmensos caudales que tendrían mucha mejor aplicación y que, en definitiva, se malea sirviendo generalmente a intereses y objetivos envilecidos por la guerra o la pugna internacional; entreteniendo, eso sí, a un buen contingente de científicos e ingenieros que no se suelen plantear el interés humano, social y ambiental de lo que se traen entre manos.

Una comunidad científico-profesional que, como respuesta cuando reciben críticas y advertencias, subrayan la utilidad, en cualquier caso, de todo el esfuerzo en la investigación y la exploración espaciales, ya que produce numerosas e importantes novedades en tecnociencia, aunque sea como “efectos secundarios”, subrayando las que tienen que ver con la esencia de las innovaciones en microelectrónica, informática y telecomunicaciones. Como si todas estas aportaciones, por más que espectaculares y altamente cautivadoras, que constituyen la llamada sociedad de la información, pudieran considerarse, sin el debido análisis crítico, un avance indiscutible en el itinerario de la humanidad.

Y así, se comprueba una vez más que no hay la menor voluntad internacional de atender los problemas más acuciantes de la humanidad, que son sobre todo el hambre rampante, la desigualdad consolidada, la injusticia generalizada y el planeta agonizante (asuntos, todos ellos, ajenos a las soluciones que no sean políticas). Despliegues tecnocientíficos como los destinados a la exploración y la conquista espacial necesitan de un escrutinio más intenso, ya que no está en absoluto claro que constituyan verdadero avance humano y social: porque no repercuten en la mejora global de las sociedades humanas y el planeta ni honran a sus responsables, sean éstos políticos, o profesionales, ya que malgastan su tiempo y sus presupuestos.

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