Los silencios de Sánchez

  • "El presidente en funciones, frente a las preguntas que dentro del imaginario conservador tocan tabú, solo supo guardar silencio. Le ocurrió en tres ocasiones"
  • "El PSOE de Sánchez e Iván Redondo vuelve a sucumbir ante el mantra de que las elecciones se ganan por el centro”
  • "De la encrucijada presente solo se sale cambiando el país en un sentido progresista, democrático y plural o volviendo a recetas autoritarias, centralistas, desiguales y excluyentes"

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Los apuros del presidente en funciones en el debate entre candidatos revelaron el principal problema que padece la dirección socialista actual: han asumido como propio el marco argumental de las derechas. Frente a las preguntas que dentro del imaginario conservador tocan tabú, solo supo guardar silencio. Le ocurrió en tres ocasiones; en todas ellas la respuesta se hallaba en la propia cultura constitucional que no cesa de preconizar.

En la primera ocasión, el líder del PP le preguntó si pensaba que Cataluña era una nación. Tras varios segundos de sospechosa callada, solo supo objetar que numerosos estatutos de autonomía vigentes definen a su propia población como “nacionalidad”. Olvidó lo más obvio: que la Constitución de 1978, aquella que dicen defender los partidos autoproclamados como “constitucionalistas”, considera a la “Nación” española conformada por “nacionalidades y regiones”, con la conciencia bien despierta de que aquéllas solo lo eran Euskadi y Cataluña –y, a lo sumo, Galicia–, justo las que debían encontrar un encaje especial, casi federal, en el nuevo Estado constitucional, si es que pretendía siquiera arrancar. No es casual que fuese Manuel Fraga quien, con buenas razones filológicas, se opusiese por entonces a tal formulación, pues no hallaba, porque no la hay, diferenciación semántica sustantiva alguna entre el término “nación” y el de “nacionalidad”.

Pero la posición del ministro franquista, representada hoy por sus legatarios sedicentemente constitucionalistas, no prevaleció, y quedó plasmado en la norma fundamental el reconocimiento de la asimetría entre poblaciones en lo que se refiere a su identidad, o complexión, nacional. Los principales actores del desenvolvimiento político del país han conspirado para que este signo plurinacional, como si fuera una mácula vergonzosa, quede relegado al olvido. Ya el Tribunal Constitucional, en su célebre sentencia de 2010 sobre el Estatut, sustrajo toda efectividad al reconocimiento de la nacionalidad catalana. Y la segunda oleada estatutaria, con sus menciones paralelas al carácter originario de hasta la más reducida comunidad autónoma, se encargó de hacer el resto para banalizar la fórmula original e introducir toda una mutación constitucional. El presidente en funciones solo fue capaz de invocar en su defensa la reforma territorial que había vaciado de contenido nuestra Constitución.

En la segunda ocasión, el mismo Pablo Casado le preguntó si iba a pactar con partidos independentistas para llegar al gobierno, esto es, con ERC, Junts o EH-Bildu. El candidato silente no levantó siquiera la mirada de sus papeles.

Es un problema que tiene su arrastre. La tormentosa formación del actual gobierno navarro ya tuvo que hacerse pagando el correspondiente peaje a las derechas, que imponían la incomunicación con la izquierda abertzale. Sin embargo, no hay motivos inspirados en la democracia constitucional que aconsejen el aislamiento político de formación alguna, más allá de la única que vivamente defiende el atropello descarado de los derechos humanos y el resurgir de aquella categoría criminal de “los enemigos de España”.

Contando con plena legitimidad para concurrir a las elecciones, las formaciones independentistas son a su vez acreedoras de un trato paritario, conforme a su relevancia y respaldo electoral, en la formación de las mayorías parlamentarias. Ni siquiera los que cuentan con un pasado de complacencia con el terrorismo de ETA, que fueron además imprescindibles para su disolución, merecen, cual leprosos, la exclusión sistemática del juego institucional. La iniquidad de este cinturón sanitario se redobla si se tiene presente lo que suele pasar desapercibido al público español: que en el interior de la coalición abertzale se alojan formaciones que condenaron con rotundidad la violencia incluso en los tiempos más cruentos.

Cumplidas las exigencias de la Ley de Partidos, y descontadas en cualquier caso las responsabilidades penales, siempre de carácter individual, no hay nada más lejano del principio democrático que la proscripción de bloques de población enteros en razón de sus propuestas, si estas no atentan contra los derechos. Cuando tales bloques resultan además los más representativos de sus respectivas nacionalidades, la exclusión degenera en disparate. Aceptadas las reglas del procedimiento democrático, derivado hacia la justicia el conocimiento de cualquier acto criminal, no caben, en puridad constitucional, expulsiones de principio más allá de las fundadas en la autoprotección civil frente al totalitarismo.

La tercera ocasión la brindó, en tema similar, Albert Rivera. Inquirió a Sánchez sobre la eventualidad de un indulto a los líderes independentistas condenados. Su silencio pudo deberse esta vez a que, en realidad, ya había contestado a la pregunta nada más conocerse la sentencia del Procés, cuando afirmó que las penas impuestas habrían de cumplirse en cualquier caso. La contestación se infería de todas maneras del recetario, ya plenamente escorado, que esgrimió para afrontar la situación: adoctrinamiento infantil y código penal. En realidad, volvió a callar por la incomodidad manifiesta que siente ante la obligación de reconocer frente a las derechas lo más elemental: que el actual embrollo catalán solo podrá superarse mediante concesiones mutuas, todas respetuosas con las libertades ciudadanas.

Es un terreno en el que sorprendentemente prefirió ni siquiera entrar. Perdió así la oportunidad de poner al descubierto cuál es el juego del PP y de Vox: aspiran a gobernar Cataluña (y, llegado el caso, Euskadi) sin contar con representación relevante alguna en su población, alcanzando la mayoritaria en el resto de España con la estrategia incendiaria de la polarización. Descuidó de esta manera el candidato socialista lo que a día de hoy continúa siendo la principal ventaja de su partido: su proporcionada representación territorial, que le coloca en inmejorable posición para negociar con los grupos independentistas; y, por tanto, para liderar las dinámicas de confluencia y encuentro que habrían de permitir, con cesiones a todos los bandos, remontar la dificultad.

Como le aconteció al PSOE de Zapatero en su segunda legislatura con la doctrina de los analistas de PRISA, el PSOE de Sánchez e Iván Redondo vuelve a sucumbir ante el mantra de que “las elecciones se ganan por el centro”. Reprimen las objeciones democráticas a la derecha para no proyectar una imagen demasiado izquierdista. Suponen que con tales argumentos perderían demasiados apoyos. Prefieren pugnar por el electorado en fuga de Ciudadanos, al que, sin embargo, veremos desembocar –¡oh, sorpresa!– en el PP y hasta en Vox.

Sánchez traiciona con semejante requiebro su heroica trayectoria. Vuelve a desconocer la idiosincrasia de su propia base electoral, la que le aupó a la secretaría general. Se halla convertido por entero a los patrones del marketing político, en la convicción de que los mensajes de un candidato deben adecuarse a la demanda cambiante de las mayorías. Olvida con ello la primera lección de la disciplina que parece abrazar: es siempre la oferta la que construye su propia demanda.

Con semejante descuido se renuncia a la imprescindible pedagogía que los partidos deben realizar entre sus militantes y simpatizantes para lograr, a medio plazo, cambios culturales en la sociedad. Si algunos de ellos sucumbieron, por presión mediática, a los males de la catalanofobia y del integrismo españolista, no les vendría mal escuchar de boca de sus líderes los argumentos democráticos y constitucionales con que encarar la enfermedad.

Tras décadas de culpable dejación, el PSOE comienza a conseguirlo en la asignatura básica de la memoria democrática frente a los crímenes de la dictadura. Si, como ocurre en ella, lograsen extender la lógica del constitucionalismo democrático al resto de las cuestiones críticas que nos apremian, de la social a la plurinacional, podrían incluso triunfar el próximo domingo. Y hasta cabría que se percatasen de que de la encrucijada presente solo se sale cambiando el país en un sentido progresista, democrático y plural o volviendo a recetas autoritarias, centralistas, desiguales y excluyentes.

1 Comment
  1. Pilar M.L. says

    Una pregunta seria. ¿Los vendedores de crecepelo electoral también conocidos por el anglicismo spin-doctors tienen seguro de desempleo?…
    Es para un hamijo ;___________)

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