Escribir cartas de amor

  • "Nuestra generación piensa en imágenes, porque sabe que después de las palabras, vienen los silencios. Y los silencios duelen"
  • "Meteré mi voto en la urna, como si fuera una carta que empezase diciendo: Queridos Derechos Humanos, os echo de menos"

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Somos la primera generación que olvidó cómo escribir cartas de amor. Mi madre las mandaba en el instituto, las escribía con el cariño por las letras de la que sabe lo que le costó a mi abuelo que sus hijos pudieran estudiar. Dejo volar la imaginación y pienso que la última carta tal vez empezara con un “Querido Antonio”, el nombre de mi padre, un andaluz de una familia humilde obligada a emigrar a Barcelona, que acabó llamando “casa” a Aragón. Cuando llama por teléfono a nuestra familia andaluza en Barcelona, hay ocasiones raras como estrellas fugaces en las que se le cuela el acento aragonés mientras habla catalán. Nos hace pensar, por un instante, en qué fácil sería tener una España plurinacional y solidaria en la que cupiéramos todos. Tal vez sigo los pasos de mi padre, escribo esto desde un lugar distinto del que me vio nacer.

Pero soy joven, yo ya no sé cómo escribir cartas de amor. Detrás del artificio con que nos mostramos en el escaparate de Instagram, en el ligoteo de Tinder, en el bullicio de Twitter o en la familiaridad de Facebook, ¿qué hay? Nuestra generación piensa en imágenes, porque sabe que después de las palabras, vienen los silencios. Y los silencios duelen. El silencio en la garganta cuando nos preguntan “¿qué estudiaste?” y te viene a la cabeza la imagen de ese título que guardas debajo del colchón de la cama, para que no se arrugue, junto a los sueños por cumplir. Compartimos el orgullo de clase de nuestros mayores, pero tampoco gastamos palabras cuando nos preguntan “¿en qué trabajas?”: no hay que desperdiciar saliva en respuestas que cambian cada seis meses.

Escribir una carta nos suena extraño en nuestro mundo de pantallas. Y tal vez no sólo no sabemos, tal vez nos da miedo escribir cartas de amor, porque no tenemos palabras para contarnos qué es ser hombre, en una sociedad que ha cambiado, en la que está raído el disfraz de ser duros, en la que queremos aceptar nuestra fragilidad, poder rompernos y aprender a cuidarnos recogiendo los pedazos. No queremos guardar silencio ante la violencia, ante una forma de ser hombre que reduce al sexo la forma de medir nuestras relaciones, que convierte la impotencia que nos carga el sistema en los hombros en una descarga hacia abajo, hacia los más débiles, debajo de nosotros. Romperemos ese espejo, para nunca más reflejarnos en él. Y encontraremos las palabras para hacerlo. Ya hemos empezado, repite conmigo: “feminismo”.

Esta generación, es verdad, ha olvidado cosas como escribir cartas. En cambio, ha aprendido otras: somos la primera generación en democracia que se tiene que pensar dos veces hacer un chiste sobre Carrero Blanco. Enmudecen las redes, encarcelan a muñecos de trapo porque ahora los títeres pueden ser terroristas, mientras los raperos tachan sus letras para no seguir a sus compañeros en el camino a los juzgados o al exilio. Los programas de la TV ponen risas enlatadas, porque la risa de verdad escasea, no vaya a meternos en un lío. Por si fuera poco, el PSOE ha aprobado en plena campaña electoral un Real Decreto que permite al Gobierno intervenir las redes sociales a su antojo. ¿Está seguro Pedro Sánchez, que tanto ha disfrutado de Twitter, de dejar esa bomba de relojería en manos de un Gobierno que puede recaer en la derecha? Abascal llevará una pistola, pero el arma más peligrosa que le puede regalar el PSOE con esta repetición de elecciones es el abuso de poder desde el Estado.

Este domingo no dejaré que me roben las palabras, por eso voy a votar a Unidas Podemos. Aunque soy joven y no sé escribir cartas de amor, sé lo que quiero y lo dejaré bien claro. Meteré mi voto en la urna, como si fuera una carta que empezase diciendo: “Queridos Derechos Humanos, os echo de menos”.

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