América latina en llamas, ¿y ahora qué?

  • "Las victorias electorales y los ciclos de protesta no agotan la pregunta: ¿con qué recursos cuentan los gobiernos neoprogresistas para enfrentar el nuevo ciclo?"
  • "Tienen enfrente a una oposición que no duda en debilitar las instituciones y la propia y frágil democracia si con ello aguanta unos meses más en el poder"
  • "Solo políticas audaces de redistribución de la riqueza podrían darle suficiente capacidad de maniobra política a los nuevos gobiernos progresistas"

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Para responder a esta pregunta y atisbar dinámicas y respuestas de ciclo largo a un otoño convulso en América Latina – protestas en Chile y Ecuador, retorno del peronismo en Argentina, la oposición desconoce el resultado en Bolivia y se cierra el Congreso en Perú- tenemos necesariamente que levantar la mirada de las oscilaciones político sociales de estos meses y enfocar el cuadro histórico completo, aquel que arranca en los 2000 con Chávez, Nestor Kirchner, Rafael Correa, Evo Morales y Lula da Silva.

En aquel entonces el todavía continente más desigual del mundo embocaba la que se llamó la década ganada. Los dirigentes progresistas llegaban al poder de la mano de un brutal descontento social de base económica. Las poco talentosas y aún menos republicanas -en ese sentido que remite a la raíz de la democracia liberal- derechas latinoamericanas de base oligárquica venían dedicándose a gobernar sus países sin atender remotamente a las condiciones de precariedad vital de sus empobrecidas poblaciones. Lo hacían además al tiempo que acumulaban pingües beneficios del sencillo, ostentoso y lucrativo negocio de la exportación de materias primas.

Cabalgando el ciclo expansivo de la economía mundial y el alto precio de las commodities, los gobiernos progresistas, tocando solo ligeramente las relaciones económicas estructurales de sus países, lograron recuperar vía impuestos y regalías parte de los inmensos beneficios de las operaciones extractivas en sus países. Estos recursos acompañaron una política de fortalecimiento de la capacidad de consumo y con ello de la demanda interna, que a su vez operó como palanca para el desarrollo de la frágil industria nacional  y el empleo y de la mano de éstas la reducción de la pobreza -en Bolivia por ejemplo se pasó del 38% al 15%- y la ampliación de la población que se autopercibía como clase media.

La crisis mundial y la caída de los precios golpeó este modelo de crecimiento y los titubeos de las fuerzas progresistas para reinventarse fueron aprovechados por la oposición para recuperar el poder político con distintas estrategias orquestadas desde las posiciones en las que se habían replegado: en Argentina fueron los grupos de comunicación enfrentados con el kirchnerismo los que catapultaron a un Mauricio Macri convertido en el candidato de sonrisa impoluta. Se propició una elección en la que la disputa se daría no entre programas e ideologías sino entre relatos, no entre partidos sino entre candidatos-personaje devenidos héroes y villanos de las narrativas. En otros rincones la operación se orquestó desde el poder judicial, caso del Brasil del más que cuestionable impeachment a Dilma Roussef o desde instancias parlamentarias como en el caso de la destitución de Fernando Lugo en Paraguay.

Sin embargo ninguno de los dirigentes de la derecha de nuevo cuño llegó con soluciones bajo el brazo. Más bien al contrario desde el Chile de Piñera al Ecuador de Lenín Moreno pasando por el Brasil de Bolsonaro o la Argentina de Macri pretendieron acometer la contracción de las tasas de ganancia provocada por la crisis con la aplicación de medidas regresivas de reconcentración de la mermada riqueza. Estas medidas pro-cíclicas acentuaron la caída de la demanda interna y la destrucción del frágil tejido productivo acelerando la caída de ingresos fiscales y hundiendo el  poder adquisitivo de las clases medias bien de forma directa, como en Argentina, donde 6 de cada 10 argentinos dicen haber caído de clase social en los últimos años; bien aplastándolas bajo formas de financiarización del consumo, como en Chile, donde el 40% de la población tiene que endeudarse para llegar a final de mes.

Es en este contexto que Evo Morales ha revalidado mandato en Bolivia, el peronismo ha regresado a la Argentina de la mano de Alberto Fernández y en Chile y Ecuador las presidencias neoliberales de Piñera y Moreno están agotadas y contra las cuerdas por ciclos de movilización inéditos, permitiendo anticipar un cambio de signo en sus gobiernos en un futuro no muy lejano.

Pero estas victorias electorales y estos ciclos de protesta no agotan la pregunta con que arrancaba esta tribuna: ¿con qué recursos cuentan estos gobiernos neoprogresistas para enfrentar el nuevo ciclo político?. Un nuevo ciclo que no se verá acompañado por un  ciclo económico expansivo y que además se encuentra con sociedades más maduras, que han incorporado demandas postmateriales en clave de calidad democrática, medio ambiente o género pero que sobre todo enfrentan una dura crisis de expectativas debido a su paulatino descenso de poder adquisitivo y creciente precariedad.

En lo tocante a los resortes de los nuevos Gobiernos de un lado es sabido que las estructuras regionales de integración son hoy inservibles, ya que están dinamitadas o colonizadas ideológicamente. De otro lado sus liderazgos, como corresponde a una nueva ola de un fenómeno que ya no es nuevo, son más pausados que los de los padres fundadores. Finalmente tienen enfrente a una oposición que no duda en debilitar las instituciones y la propia y frágil democracia si con ello aguanta unos meses más en el poder o dificultan la gobernanza progresista. El primero es el caso de Moreno en Ecuador, que ha encarcelado a Paola Pabón, la Gobernadora de la región capital, Pichincha, y ha forzado el refugio en la embajada de México de la expresidenta del Congreso Gabriela Rivadeneira. El segundo sería el caso de Carlos Mesa en Bolivia, que se niega a reconocer su derrota electoral a pesar de que el partido de Evo Morales le supera en más de diez puntos en las elecciones Presidenciales y logró mayoría absoluta en Congreso y Senado.

En esta tesitura pareciera que solo políticas audaces de redistribución de la riqueza -y recordemos que hay mucho margen para redistribuir en el continente más desigual del planeta- podrían darle suficiente capacidad de maniobra política a los nuevos gobiernos progresistas. No será fácil, tendrán enfrente la resistencia de los poderes económicos, nunca dispuestos a ceder un milímetro en su tasa de ganancia; a las oposiciones política/mediática/jurídica, más fuertes que en el ciclo del 2000; y finalmente a sus propios detractores internos, que abrirán el debate entre aquellos que apuntan a satisfacer los hipotéticos nuevos anhelos de las nuevas clases medias y quienes están convencidos de que hay que coger el rábano por las hojas y enfrentar el problema de inequidad en la estructura económica de una vez por todas.

Se mire como se mire, pasados los dos espejismos, el del boom de las commodities y el de los Presidentes/relato, el horizonte nos devuelve a la realidad material concreta de América Latina: el recrudecimiento de la disputa por la plusvalía.

Como diría el viejo topo, ¿y ahora qué?, ahora conflicto social y lucha de clases.

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