Almaraz, la asamblea imaginaria
- "Desde principios de los años 80 del pasado siglo no se produce un debate social sobre la energía y particularmente sobre la energía nuclear"
- "Prolongar la vida de la nuclear no es meramente una decisión concreta sobre una instalación, es una orientación con implicaciones irreversibles"
- "Hay que agruparse en torno al cierre de Almaraz para ganar la primera batalla de nuestro futuro común, hacia una regulación social de la energía y del trabajo"
Paca Blanco y Juanjo Álvarez, militantes de Anticapitalistas y el Movimiento Antinuclear
Se atribuye a Oscar Wilde la ocurrencia de que “el problema del socialismo era que exigía demasiadas noches sin dormir”. No es de extrañar que esta frase haya sido repetida hasta la saciedad por una sociedad en la que el cinismo es más funcional que las problemáticas ideas socialistas de Wilde. No se puede decir, por otra parte, que sea falso: decidir es difícil y decidir colectivamente exige mecanismos y tiempos que no dejan de ocupar muchas noches, pero lo que cabe preguntarse es si esos tiempos que supuestamente nos ahorramos en asambleas están disponibles para algo más que trabajar o, pero aún, buscar un trabajo y ocuparse de malvivir mientras llega.
En la perspectiva opuesta, los debates públicos no dejan de ser una constante, por mucho tiempo que ocupen. Otra cosa es que tengan consecuencias: todas debatimos sobre la crisis actual, sobre el empleo, sobre el parón y la reactivación económica, pero poco tiene que ver con lo que las instituciones políticas deciden. Algo así viene pasando con la energía, un asunto colectivo en el que la crisis climática, la inestabilidad del petróleo o la necesidad de fuentes renovables han producido y siguen protagonizando debates constantes. Sin embargo, estos días conocemos en prensa que el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) ha autorizado un extensión del funcionamiento de la Central Nuclear de Almaraz otros ocho años, sin que medie una discusión social, sino en circunstancias absolutamente opuestas, aprovechando que la crisis de la covid que ha pasado por encima de todo.
Desde principios de los años 80 del pasado siglo no se produce un debate social sobre la energía y particularmente sobre la energía nuclear. Conviene recordar que en aquellos años estaban en marcha múltiples proyectos que aspiraban a construir cerca de una treintena de centrales, y que sólo el movimiento ecologista, que adquiría una enorme fuerza en aquellos días, logró alcanzar un compromiso de moratoria que legalmente tardó aún diez años en llegar pero tuvo el efecto de bloquear inmediatamente los proyectos de construcción. Esto se daba en un momento de desarrollo de la nuclear en todo el mundo, que llevó a Alemania a tener cerca de veinte centrales y a Francia a más de cincuenta. Al mismo tiempo, la alianza entre el pacifismo y el pujante ecologismo ganó la partida en el estado español y logró que no se construyeran más centrales. Se trataba, una vez más, de una batalla política.
Desde entonces, el éxito del neoliberalismo, que también se cocinaba en aquellos años, no ha dejado de ampliar su capacidad para depurar los mecanismos de decisión política y perfeccionar el estado como maquinaria de extracción de beneficios del trabajo hacia los centros de poder político. Y a pesar de esto, aún tiene que recurrir a tretas tan mediocres y miserables como aprovechar una crisis con decenas de miles de muertos para dar visto bueno a un proyecto empresarial sembrado de riesgos que, además, corta la imprescindible transición hacia otra energía y otra economía, empezando por la región de Extremadura. Y es que es en Extremadura donde se sitúa la Central de Almaraz, una instalación nuclear que debía cerrar este año 2020 y sobre la cual el CSN no ha tenido a bien pronunciarse hasta estos días, ya mediado el año y en pleno confinamiento.
A nadie se le escapa que estamos en víspera de una crisis profunda, en la que la covid-19 no viene sino a insistir en las debilidades de un sistema que no encuentra una forma estable de mantenerse. Ni la productividad ni las tasas de beneficio se han recuperado en las últimas décadas; al contrario, los signos de crisis a largo plazo persisten desde 2008 y hacen pensar en una serie de crisis encadenadas con consecuencias evidentes en el sistema de producción. Y el marco ecológico ratifica esa imposibilidad de crecimiento constante: ni la energía, ni la capacidad de extracción de recursos ni los niveles de contaminación atmosférica permiten pensar en un nuevo relanzamiento de la actividad en los niveles que el capitalismo exige. Este es el escenario en el que se toma la decisión de Almaraz: prolongar la vida de la nuclear no es meramente una decisión concreta sobre una instalación, es una orientación con implicaciones irreversibles para toda la región y prefigura la orientación de conjunto del modelo energético. Almaraz es una central obsoleta - la más antigua del parque nuclear en el estado – que ya ha tenido que cambiar los dos generadores y hacer diversas reformas y acondicionamientos para ampliar las previsiones iniciales de 30 a 40 años; actualmente, cumple sus 40 años con una ocupación del 80 % de la capacidad de sus piscinas, con el 20% imprescindible para el cierre y desmantelamiento. Todo esto se realiza además con la oposición de los colectivos españoles y portugueses, sin declaración de impacto ambiental ni estudio de impacto transfronterizo. No se tienen tampoco en cuenta las alegaciones de Portugal ni el recursos judicial pendiente sobre la autorización del ATI. En diciembre de 2018 había 1.421 toneladas de residuos radiactivos de alta actividad en Almaraz, y el paso que ha dado estos días el CSN abre la puerta a que en 2028 sean aún más.
Es tiempo de reorientar los recursos que aún tenemos disponibles para realizar una transformación de la economía que nos permita generar una nueva relación con la naturaleza, tanto en términos de cuidado como en las formas de obtener los recursos que colectivamente necesitamos. Se debe acabar con las industrias hipercontaminantes que favorecen la concentración de capital y el incremento de riesgos, y tenemos que abrir paso a un desmantelamiento planificado y una transición hacia mecanismos sociales distribuidos, intensivos en empleo y cuidadosos con el entorno.
No se trata de literatura o de batallas meramente ideológicas; en otro lugar hemos mostrado cómo el desmantelamiento de la energía nuclear en todo el Estado puede generar cerca de 50.000 puestos de empleo sostenibles, sin contar, en este caso, lo que se produciría al recuperar la comarca de Campo Arañuelo para la producción de proximidad. Una línea que iría en contra de la despoblación que ha producido eso que llamamos “España vaciada”. Frente a esto, la decisión del CSN decide avanzar en la línea de siempre. La prolongación de Almaraz bloquea la transición, satura el mercado con energía sucia, manteniendo un mínimo de empleo y por lo tanto un mínimo de riqueza colectiva junto a un máximo de riesgo. Una decisión dramática en tiempos de crisis de largo aliento, y una lucha política bien concreta para el futuro del conjunto de la población.
No olvidemos que aún está pendiente la decisión final, dado que el CSN emite un informe pero la última autorización dependerá del Gobierno. Teresa Ribera adelantó al inicio de la legislatura el compromiso de cerrar las nucleares sin prolongar su vida útil, pero ha ido matizando su posición ante la presión de las eléctricas, y el Plan nacional integrado de energía y clima que ha elaborado su departamento mantiene el abastecimiento con nucleares más allá de la fecha de caducidad de la última central, lo cual supone una evidente declaración de intenciones. Sería absurdo hacerse ilusiones respecto al compromiso ecológico de los gobiernos socialdemócratas: no habrá transición sin una movilización sostenida que sea capaz de doblar la mano en un pulso en el que nos jugamos las décadas clave de la transición. Por eso, la prolongación de la vida de la central de Almaraz nos roba la oportunidad de abrir procesos colectivos y tiene que ser bloqueada por la acción común. Hay que agruparse en torno al cierre de Almaraz para ganar la primera batalla de nuestro futuro común, hacia una regulación social de la energía y del trabajo decidida colectivamente.