LAMENTOS DEL SOSIEGO PERDIDO

“Así que pase todo esto…”

  • "La pandemia nos ha colocado en un estado personal, familiar, social y nacional de un inocultable malestar global que necesariamente corroe nuestro futuro"
  • "Ya no hay más remedio que afrontar las profundas implicaciones y repercusiones de una vida enmascarada que todo lo altera, que nos obligará a vivir siempre alerta"
  • "La confusión, con manipulación, en la descripción pública de esta situación impide que se insista en el origen ecológico-ambiental de la pandemia"

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“Así que pase todo esto…”, “cuando volvamos la normalidad…”, “una vez que recuperemos el ritmo de crecimiento…”. Según estas consignas, mantras o propósitos, nuestros dirigentes parecen convencidos de que la pesadilla del Covid-19 habrá de pasar (“como en crisis anteriores…”) y la luz del desarrollo, del progreso y del Estado de bienestar volverá a brillar sobre nuestras cabezas y en nuestros horizontes. No es así: la pandemia nos ha colocado en un estado personal, familiar, social y nacional de un inocultable malestar global, ubicuo e invasivo, que necesariamente corroe nuestro futuro a corto, medio y largo plazo.

Sin embargo, a escala institucional (desde la política y el empresariado potente) se desarrolla un comportamiento con mucho de irresponsabilidad y con un optimismo fatuo y pertinaz, nada realista. No sólo no hemos mejorado sensiblemente lo que había que mejorar en razón de las lecciones tan duramente aprendidas en la pasada primavera, sino que no hay la menor intención de acometer cambios trascendentes de cara al futuro, también derivados de meses tan terribles. Las actuaciones bajo shock, sin imaginación y absolutamente continuistas ante el turismo insostenible y una industria automovilística dopada, así lo certifican.

Pero en esta ocasión ya no sirve la estrategia de “salir del paso como sea”, y esperar que lleguen mejores tiempos: todo lo que se dice, se oye, se reflexiona, se reconoce… tiene que adoptar alguna forma concreta, orientada a cambiar y a modificar el rumbo que nos lleva de desastre en desastre. Porque lo que vivimos desde hace tiempo es una catástrofe integral y continuada, de fases irregulares y engañosas, así como interconectada y corrosiva, debido a las múltiples fragilidades en que ha ido incurriendo un sistema global estúpidamente confiado, competitivo, cortoplacista…

Mientras tanto, los medios de comunicación se llenan de múltiples y muy razonadas reflexiones que resultan, sin embargo, tardías y falseadas; sobre todo, porque ignoran las advertencias de decenios anteriores sobre las mismas preocupaciones ahora levantadas como originales: consideraciones que ya poco pueden hacer en un sistema y una sociedad endurecidos y sin posibilidades prácticas para reformarse (mucho menos, transformarse). Y así, proliferan las columnas y los relatos –si bien, un tanto, de pasada, como por cumplir con la presión del momento– de tantos y tantos “descubridores” de la mala marcha de nuestras sociedades, pero que parecen ignorar, deportivamente, los análisis y pronósticos lanzados, sobre todo, desde la minoría ecologista (y similar) desde los años 1960 y 70. Reconocerlo sería tanto como poner en evidencia el sistemático boicot desde el sistema –Gobiernos, instituciones, medios de comunicación– a esas advertencias, tan desagradables como acertadas, así como al entorno social del que provenían (ecologismo, científicos…).

Esta nueva situación, de tan difícil escapatoria, ha venido siendo anunciada o columbrada, en realidad, desde la Revolución industrial “madura”, es decir, desde la segunda mitad del siglo XIX, con el activismo y las obras de ciertos pensadores británicos, iniciados quizás con John Ruskin y continuadas con H. G. Wells, hasta las más sólidas y preclaras advertencias de esa decena de pensadores y militantes inspirados, como Illich, Schumacher, Bookchin, Dumont, Commoner, Gorz, Goldsmith… en la segunda mitad del siglo XX. Al mismo tiempo hay que reconocer una caída en la calidad y la actividad social del ecologismo actual, sirviéndonos como indicadores negativos el creciente recurso a los tribunales y la fe en la eficacia de las redes sociales en los conflictos ambientales (como sustitutivos de la acción directa).

Sin piedad para con el pobre ciudadano asustado y perplejo, las televisiones y los periódicos hacen también su labor, qué duda cabe: ¿alguna vez habíamos imaginado que existieran tantos catedráticos, altos funcionarios (nacionales y extranjeros) y esa multitud de expertos en epidemiología, inmunología y emergencias sanitarias en nuestro sistema académico-sanitario?, ¿seguro que, pese al número, no se han puesto todos de acuerdo en ilustrarnos con sus opiniones sesudas y sus rostros graves para decirnos, con cada intervención, algo distinto a los demás, maltratando nuestra mente y confundiendo nuestro proceder hasta el punto de acabar aborreciéndolos cordialmente (a los medios, no a los expertos)?

Sin embargo, ya no hay más remedio que afrontar las profundas implicaciones y repercusiones de una vida enmascarada (prefiguración de un futuro-escafandra) que todo lo altera, que nos obligará a vivir siempre alerta, sobrecogidos por el miedo y rodeados de amenazas y terrores; es decir, de profunda dramatización de la vida ordinaria. Con una inevitable reflexión sobre la muerte, cada vez más pegajosa y tenaz: una muerte siempre próxima que habrá que banalizar debidamente, pese a que la cultura occidental (judeo-cristiana) la rechaza y abomina incomprensiblemente, sin que haya de ignorarse el gran negocio –más moral, incluso, que crematístico– que esta cultura hace con la muerte. Lo que no debe impedir que fijemos nuestra atención, no en la muerte probable o estadística, aparentemente ciega, sino en la muerte “socioeconómica”, la que el sistema destila como consecuencia de uno de sus principios más claros e implacables, que lleva el sello darwinista que respaldó el liberalismo victoriano y que destaca en momentos y crisis como los de ahora: que sobrevivan los más fuertes y adaptados (naturalmente, según su fuerza económica y política, no fisiológica). Ahí tenemos el caso de la masacre de nuestros mayores en residencias, un caso de libro del tratamiento de la vejez por el liberalismo “avanzado”.

Esencial en los sistemas liberales, y no digamos neoliberales, resulta la degradación y el cercenamiento de los sistemas de sanidad pública que, se comprueba día a día, ni siquiera por la pandemia experimentan la ampliación y mejora que resultan evidentes, sino que son parcheados y falseados.

La confusión, con manipulación, en la descripción pública de esta situación impide que se insista en el origen ecológico-ambiental de la pandemia, así como de muchas de las anteriores y, seguramente, de las futuras. Así, no se quiere ligar el auge de los coronavirus con la destrucción de la naturaleza o el cambio climático, ante el que las instancias públicas siguen sin responder como debieran. Pero el cambio climático continua su marcha devastadora y, con su capacidad sinérgica, dispara los problemas. Tampoco pueden ignorarse las decenas de plagas, de ámbito humano o agrario, que van extendiendo su acción y sus sombras en todo el mundo, incluyendo España.

Son momentos de desolación, especialmente, para quienes, sintiéndose hijos y émulos de la Modernidad y deudores de las grandezas del espíritu humano, se reivindican herederos y admiradores de la Ilustración, pero que han de enfrentarse al fracaso de nuestra civilización. Lo que no impide que siga habiendo creyentes del progreso, ingenuos pertinaces que, generalmente, se caracterizan por su ignorancia ecológica y –en una medida creciente– por una tecnofilia que los convierte en consumidores de mitos, timos y camelos. No podrá evitarse, y hay que celebrarlo, que se tengan que revisar, a fondo, las ideas y las doctrinas filosóficas, políticas y económicas, así como los principios morales que nos han llevado, pese a las innumerables advertencias surgidas a lo largo de siglos, al atolladero actual

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