FOTOCHOP (XXVII)

Mad City

  • "Deambulo desorientado por los tejados destartalados de la ciudad confinada. Desde aquí arriba solo distingo las columnas de humo que emergen de las barricadas"
  • "Los pasillos y los vestíbulos del Metro por donde me conduce la horda de roedores cobijan un montón de cadáveres"
  • “Pero ¿quién manda aquí? ¿Quién está al frente de este carnaval?”, pregunto a uno de los sanitarios

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Deambulo desorientado por los tejados destartalados de la ciudad confinada. Desde aquí arriba solo distingo las columnas de humo que emergen de las barricadas y las luces de las farolas que han sobrevivido a meses de conflicto. Los ruidos de las sirenas y las explosiones se suceden, caprichosos, de norte a sur, como si me encontrara en medio de una cruenta batalla. Los helicópteros de las teles sobrevuelan permanentemente el perímetro urbano en busca de imágenes sangrientas con las que alimentar el odio de los suyos. Abajo, a mis pies, un grupo de jóvenes uniformados de azul disputa a otros muchachos ataviados de negro el botín de un transporte sanitario que ha volcado en mitad de la calle y cuya carga se ha convertido en un auténtico botín. Todos llevan cuchillos y mascarillas y no parecen dispuestos a parar hasta matarse los unos a los otros. En la cornisa del edificio de al lado un gato amarillo me mira como se supone que un gato amarillo debe mirar a un tipo de ciento doce quilos con la cara rota, una gabardina de cuero y un pistolón en cada mano. Antes de desaparecer en las sombras el félido entona un “miaaaau” lastimero que desagarra la noche… Espero no haber llegado demasiado tarde.

***

En las cloacas la cosa no pinta mejor. Los sumideros por los que transitan las aguas residuales están atestados de ratas. Algunas llevan clavada en el espinazo una jeringuilla, como si acabaran de escapar de un laboratorio. Los pasillos y los vestíbulos del Metro por donde me conduce la horda de roedores cobijan un montón de cadáveres. El festín resulta delirante, como la danza dantesca de un espectáculo sobre hielo. Apenas a unos metros, encaramada a una papelera, una niña me pide ayuda con los ojos. Debe de tener siete u ocho años. La saco de allí y la acerco hasta su casa. Está sana y salva. Su madre me ofrece un plato de lentejas que borbollean sobre una lumbre montada en el bidé. “¿No llevará usted un poco de sal, de pimentón?”, me deja caer. “Pero ¿cómo han llegado a esto?”, le contesto con otra pregunta. “Dicen que es por falta de consenso”, me responde sin dejar de remover el recuelo de sombras de espinazo con una rasera de plástico anaranjado. Por respeto, acepto un cuenco.

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Le dejo mi bote de pimienta negra sobre el aparato de radio y me encamino hasta el centro de salud que hay al otro lado de la calle. Un grupo de médicas y enfermeros se encuentra acorralado en la consulta de la matrona por un enjambre de desmemoriados que aporrea incansable sus cacerolas y profiere expresiones de odio y desprecio. Dos disparos al aire son suficientes para diluir el escrache como un azucarillo en una tacita de ácido sulfúrico. “Pero ¿quién manda aquí? ¿Quién está al frente de este carnaval?”, pregunto a uno de los sanitarios. “Tendrá que remontar el río para averiguarlo. Busque en la sala de banderas de la casa grande, junto al campamento de los desahuciados. Nosotros hace días que no sabemos nada de lo que está pasando”, me explica un joven con bata blanca, fonendo y un canuto de dos papeles entre los labios.

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Salgo de allí como alma que lleva el diablo y me dirijo al cuartel general. Tengo la impresión de que todo está perdido, pero me hago con un maldito cabify a punta de pistola y derrapo por las calles sembradas de contenedores y cascotes de adoquín como si el relato de este asunto estuviera quemándome el trasero. Parece que el guiso de la vieja estaba sazonado con alguna sustancia alucinógena y el edificio se tambalea delante de mis narices envuelto en una psicodélica penumbra. “Necesito respuestas”, comento con un oso de bronce que se cruza en mi camino.

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No hay marcha atrás. Subo una escalinata y atisbo luz al fondo. No me tropiezo con nadie. Todo sugiere calma. Mi destino es una habitación amarilla, cegadora, llena de trapos rojos y amarillos cegadores también. Decenas de cámaras y focos de televisión apuntan al centro de la estancia, donde una mujer con la mirada extraviada y un tricornio entre las manos me pregunta: “¿Y Robin? ¿Dónde está Robin?”

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Cree que soy Batman… Estamos perdidos.

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