Julián Sauquillo
Cuanto más se aleja una obra de arte de contexto pictórico alguno, más comienza a ser un acontecimiento inexplicable. Cuanto menos comprensible resulta tanto más fascinante es. Cuantas menos causas encontramos para su elaboración, más enigmática resulta. Los dibujos coloreados del artista mejicano Martín Ramírez (1895-1963) son toda una explosión creativa en un páramo social donde nada favorecía que se dieran creaciones tan frágiles, inocentes y preciosas. Que fuera interno de los hospitales psiquiátricos del Stockton State Hospital y del DeWitt State Hospital, durante quince años, puede llevar a muchos a explicarlo todo por las capacidades creativas que ofrece la locura en su dislocación de la “realidad”. A fin de cuentas, dirán, mediante la expresión artística, el loco ordena los confines de su abismo mental. Una de las “señas de identidad” de la pintura de enfermos mentales, suponen, es un “horror vacui”. Pero si la locura favorece la creatividad, debiéramos preguntarnos por qué no todos los locos o un alto porcentaje de enfermos mentales dibujan o pintan con la franqueza o empatía de Martín Ramírez. Al menos con una décima parte de la suya. Porque su trazo es más capaz de imantar a los niños que a los encorsetados y ya maleados adultos.
Por poner un ejemplo de esta suerte de extrañezas… A los subrealistas, y al propio Jean Genet cuando escribió Las criadas, les fascinó la crudeza de las criadas y hermanas Papini con sus señoras –carne de espanto en los folletones de los sucesos de la época- por su resistencia a cualquier explicación. Algunos podrán decir que unas criadas siempre deben situarse entre la indignación y la venganza cuando se las humilla todos los días o se las mal paga. Pero, entonces, debiéramos acumular pruebas fácilmente de millones de asesinatos de las señoras más remilgadas y autoritarias por las empleadas de hogar de todo el mundo. Algo más que injusticia debe darse, por tanto, y no sabemos de qué se trata, para que las dimensiones de lo humano se conviertan en trágicas.
No explica mucho presentar a un dibujante excepcional como artista psicótico para explicar una obra plenamente emotiva. Ni las reflexiones de Karl Jaspers, médico psiquiatra y filósofo, sobre el genio y la locura asociados, ni cualquier equiparación de la pintura de Van Gogh y su galopante demencia con Martín Ramírez sirven para comprender la impresión que causan los dibujos de este pintor mejicano en la tercera planta del Museo Reina Sofía de Madrid (31 de marzo-12 de julio de 2010). Las Cartas a Theo reflejan una inminente locura del pintor holandés una vez que fracasa su convivencia con Gauguin y Theo se decide por formar familia. Incluso, sufre una precariedad que coincide con el deseo de fabricarse los propios colores y los mismos bastidores ya que no vende un solo cuadro. En Van Gogh hay incluso una arrolladora experiencia psiquiátrica que le conduce a elegir a un celador como modelo. La razón del pintor de Arles se va apagando a medida que ya sólo se le ilumina un chorro de luz por la ventana de un comedor o lucen los colores de las frutas de un frutero. Pero los molinos de Van Gogh irrumpen en las galerías con poco éxito aunque con un conocimiento exagerado de toda la historia del arte. Que Van Gogh se decepcionara rápido de cualquier formación académica porque se pintaba con “contorno” en los talleres de su época ratifica, en vez de negar, una formación rigurosa más que una ruptura con la historia del arte. Buscaba información ansiosamente sobre la escuela española y holandesa en las revistas de la época.
Pero los frágiles dibujos de Martín Ramírez tienen, si cabe, todavía un mayor desamparo. ¿Qué se repite obsesivamente como temas en sus, a veces, arrugados papeles? Las imágenes que importan para este autodidacta. Unas figuras de una dulzura indómita: liebres, ciervos y unas figuritas ecuestres que bien pudieran ser de valientes revolucionarios a galope tendido. Jinetes “a uña de caballo”. Los más temibles pistoleros son captados, unas veces, antes de que salga la bala –con el gatillo echado- y, otras, con unas trompetas de dimensiones gigantescas que están pidiendo, más bien con tempestades que con vientos, algún auditorio digno entre los hombres, de habitual, sordos. Estos tres motivos figurativos siempre se encuentran enmarcados. Como si los marcos estuvieran conteniendo tanta y tanta vida aprisionada. El título de la exposición –“Marcos de la reclusión”- no puede ser más adecuado.
Los temas dibujados son, en la mayoría de esta muestra, los propios de un hombre de campo que se formó en la magia de las culturas precolombinas. Los animales de campo acompañan a momias y dioses anteriores a la colonización española. Puede establecerse algún paralelismo entre ese naturalismo primitivista y una falta de contaminación con las maneras, hábitos, códigos y técnicas de cualquier escuela pictórica. Sus creaciones son más dignas de la mirada de los niños que de los manidos adultos. Requieren de un observador sin estereotipos y clichés formales. Esperan a un observador que mire sin complejos y deje que se le caiga la hoja de parra de las grandes explicaciones. Ni sus dibujos autodidactas poseen muletillas, ni esperan a un espectador con andaderas. Aunque se le haya clasificado dentro del “arte bruto”. Más que mirar al representante de una escuela, con Ramírez fijamos nuestros ojos ante un “grado cero” de la imagen previa a los conceptos, las teorías, los lenguajes formales (los trucos) de los talleres. De ahí el valor insólito de sus dibujos. Otros motivos surgen de su experiencia de inmigrante mejicano en California. Dos obsesiones destacan manifiestamente. Los trenes conectados por inquietantes túneles y las series de infinitos arcos. La sinuosidad de los túneles aguarda a infantiles trenecillos al tiempo que infinitos arcos esperan no se sabe si a cobijar o a clasificar –como especieros- a los hombres.
La peripecia vital de Martín Ramírez no tiene desperdicio y se sobrepone a las dificultades inmensas con estas expresiones ingenuas. Quien deja a su familia, incapaz para mantenerles, y les da por victimas de la revolución cristera es abandonado en la cuneta a sus propias fuerzas por la Gran Depresión. A partir de 1948 cuando ingresa de mano de la policía en DeWitit State Hospital, realiza 450 dibujos que nunca explica. En la clausura de su sordomudez, ni fue entrevistado ni interpretó su trabajo. Primero actúa como un maestro del reciclaje y aprovecha tanto los materiales que tiene a su mano (papel de liar, nota de las enfermeras, fotos de revistas,) como su próxima saliva. Mezcla el dibujo con frecuentes “collage”. Hasta que el psicólogo clínico y crítico Tarmo Pasto le facilita materiales. Críticos, pintores y galeristas comenzaron su revalorización, paulatina, dentro del arte paralelo, arte marginal o “arte bruto”. Pero el valor más apreciable de sus obras no es el de cotización –cien mil dólares en obras representativas de su conjunto. Su obra cobra mayor interés en los confines de lo ignoto. Martín Ramírez permanece en el límite de nuestra experiencia moderna. No sólo entre la modernidad y el primitivismo, entre la ciudad y el campo sino, también, en el límite de nuestro lenguaje. Porque como occidentales modernos excluimos lo horroroso de la experiencia humana. Lo custodiamos, lo recluimos, lo enajenamos. Lo cierto es que la expresión del loco rara vez deja de ser algo más que carne de cañón de los hospitales. Michel Foucault distinguió la “locura con ausencia de obra” –puro residuo social de este mundo eficiente- y la “locura con obra”. Martin Ramírez en los límites de esta locura que subvierte nuestro lenguaje –no dentro, ni fuera sino en sus límites- se encuentra con Magritte, Goya, Artaud, Roussel,… y se nos muestra monstruoso. Se expone hoy asombroso en un hospital de tuberculosos rehabilitado en el centro de Madrid. Toda una metáfora límite de su auténtico valor.
La acción creadora excede el alcance del proceso de sublimación, que no suele atribuirse a los psicóticos. No obstante, en la medida que toda creación necesita ser autentificada en el campo del Otro, es decir, está a la espera de una respuesta, pienso que la aproximación de Julián Sauquillo es la adecuada. Reconocer al otro y tratarle como a un sujeto. Por eso me parece tan importante la figura del doctor Pasto que siempre apoyó a Martín Ramírez en su labor artística. Sin trabajo y sin hogar y en un estado de confusión Martín Ramírez deambulaba en 1931 por las calles de Auburn. A partir de ahí vivió hasta su muerte en dos hospitales psiquiátricos en los que realizó cientos de dibujos. En el encanto que estos transmiten detectamos refinamiento, placer y alegría. Mi opinión es que en su internamiento sí se dieron encuentros y condiciones que facilitaron la apertura a su destino creador.