Detrás del velo

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Jaime Nicolás *

La polémica suscitada por un hecho más o menos aislado como el del uso del hijab, pañuelo o velo por la joven escolar Najwa y su prohibición en una escuela pública madrileña podría parecer una más entre las manifestaciones erráticas de nuestra opinión, de su propensión al escándalo y al espectáculo. Pero no es así. Detrás del caso, late un problema complejo que bien hace en preocupar a la ciudadanía y que, por una vez, salta por encima de los alineamientos políticos e ideológicos al uso.

Con una clara mayoría, casi estruendosa, de voces favorables a la prohibición de ese atuendo en los espacios públicos, como no podía ser de otra manera a la vista de la abrumadora opinión contraria al velo entre la ciudadanía, los argumentos esgrimidos presentan la misma variedad que la complejidad de problema propicia. Adentrarse en la polémica prescindiendo de las aristas del caso concreto, permite además vislumbrar no solo las falacias de los argumentos y lo ficticio, a veces, de las posiciones sino también alguna de nuestras miserias colectivas.

La prohibición del uso del velo se apoya, en una primera línea argumentativa, en la reclamación de la aconfesionalidad del Estado. Parece un argumento claro y objetivo, pero tal vez no lo sea tanto. Para empezar, arranca de una premisa muy cuestionable y simplificadora, que, a su modo, late también en las otras líneas argumentativas: la de que el velo es un distintivo esencialmente religioso, con ignorancia de cualquier otra dimensión, y adolece, por otra parte, de una confusión poco matizada entre los símbolos religiosos en los espacios públicos y los que forman parte del atuendo personal. Pero la aconfesionalidad, imperativa, sin duda, para los espacios y centros públicos, no vale tan directamente para las personas; para éstas vale más su libertad, mientras su ejercicio no invada la esfera de libertad de los otros ciudadanos. Y es difícil argumentar exclusivamente desde esta línea que el velo perturbe poco o mucho la libertad de los demás.

Desde la perspectiva de la justa lucha por la laicidad, la neutralidad religiosa o simplemente la aconfesionalidad del Estado, la prohibición, además de ser en alguna medida contraria a los principios de libertad y razón esgrimidos en su favor, podría resultar innecesaria y hasta contraproducente. Su radicalidad la haría difícilmente practicable, no excluiría el peligro de una aplicación veladamente discriminatoria, criptoconfesional, hacia ciertos símbolos y ciertas religiones y culturas, y fomentaría una reacción contraria a favor de las manifestaciones religiosas. No es de extrañar, en este sentido, que a las voces laicas que se han alzado a favor del velo desde una perspectiva libertaria o de tolerancia se hayan sumado, casi en mayor medida, otras procedentes de sectores religiosos, lo mismo moderados que conservadores, preocupados por los “daños colaterales” que arrastraría la proscripción del humilde pañuelo.

Una segunda línea argumentativa, mucho más transversal política e ideológicamente, funda la prohibición del velo en consideraciones de género. El velo sería discriminatorio en sí mismo y, por ello, rechazable como una manifestación intolerable de sumisión de la mujer al hombre, antesala de otros atentados materiales a la libertad, dignidad, vida, integridad e igualdad de la mujer. Esta reducción o absolutización del sentido del velo se hace derivar de su conexión doctrinal y práctica con la religión y la cultura islámicas, que, descontextualizadas, resultan necesariamente demonizadas. Y al velo se acabarían refiriendo todos los reproches a la religión islámica, aunque por lo general no guarden relación con él. Un velo interior, por otra parte, no impediría ver la paja en ojo ajeno, y ampliada, pero dificultaría apreciarla similares signos de sumisión y desigualdad en nuestras propias pautas y prácticas sociales.

Sucede, sin embargo, que el velo no es sólo lo que parece o lo que desde este argumento se dice que es. En su uso late, sin duda, un elemento religioso, pero también hay unas vetas culturales, históricas y sociales que no se puede ignorar, un elemento de afirmación de pertenencia e identidad colectiva y un componente de libertad, que los seguidores de esta argumentación necesitan negar, y niegan, de manera apodíctica y militante. Al hacerlo así, no solo ignoran estos otros sentidos del velo nada humillantes y la libertad personal que puede acompañar a su uso, sino que, a su vez, pueden resultar altamente discriminatorios para las mujeres que lo llevan, casi siempre musulmanas, sometidas de hecho a sospecha y tutela por el mero hecho de ser mujer y manifestar en el atuendo un atisbo más o menos fundado de vinculación religiosa. No se trata de frivolizar, y menos de ridiculizar ningún argumento, pero surge así la pregunta por el uso de las babuchas o de la chilaba como indumentaria masculina, contra el que, por cierto, no se ha oído pedir su prohibición, pese a que algún nexo con el islam puedan tener. Porque si solo se actúa contra el atuendo femenino en sus más variadas formas, ¿dónde quedaría la igualdad de la mujer? Aunque, claro, tal vez los faldones sean menos relevantes que el tocado.

Finalmente, una tercera línea argumentativa prohibicionista, en principio no menos seria ni potente que las dos anteriores, gira en torno a la defensa de la identidad de la sociedad en la que irrumpen este y otros usos por el estilo. Es ésta una línea muy próxima a la defensa de la identidad republicana, o simplemente nacional, sobre la que gravita la discusión en un país de la tradición democrática de Francia y en otros grandes países europeos, no menos objetivizada que la lucha por la aconfesionalidad, con la que se superpone, y políticamente no menos transversal que la de la perspectiva de género, con la que también coincide, al menos parcialmente.

Se prohibiría el uso del velo, así, por ser ajeno y contrario a la identidad nacional. Pero, dejando de lado lo arbitrario, por indefinido, del parámetro, al argumento subyace una conciencia de superioridad de una cultura o identidad sobre otras y una cierta lógica dominativa y opresiva, difícilmente compatible con los principios y valores democráticos de universalidad y razón a los que se recurre en su apoyo.

El fenómeno de la inmigración masiva y de la extranjería desempeña aquí un papel capital, pero raramente en la defensa de este argumento aparece crudamente expuesto en sus elaboraciones teóricas el rechazo a lo extranjero o, simplemente, a lo diferente, que de algún modo va implícito en la defensa de las identidades prevalentes, pero sale desvergonzadamente a la luz en las expresiones más o menos espontáneas de los ciudadanos cuando son interrogados por los medios, en las redes sociales o en manifestaciones y protestas públicas. No pocas veces se expresan en términos de propietarios de un país y unos valores a los que los emigrantes extranjeros, vistos con no poco cinismo como visitantes voluntarios que huyen de la pobreza o como meros “invitados”, se han de conformar sin mucho o nada que decir ni añadir.

Pero las cosas son más complejas. Los millones de emigrantes ni son invitados, obligados a una rigurosa cortesía hacia sus anfitriones, ni se cuelan en nuestras vidas por ninguna puerta de atrás, contra nuestra voluntad. Incluso los irregulares, todos son en buena medida llamados y necesitados. Usan nuestros servicios con derecho propio. Nada hay que reprocharlos. Y como personas plenas y dignas, tienen derecho a mantener su propia identidad cultural, nacional, étnica, religiosa. Como los españoles, como los demás. O más, para compensar su desarraigo y sus difíciles condiciones de vida. Por lo menos en la medida en que esas identidades no pongan en peligro la necesaria cohesión social –de todos, españoles e inmigrantes– y el funcionamiento de las instituciones. Desde esta perspectiva, la prohibición del velo no deja de tener un sabor a la vez xenófobo y clasista –aunque, en lo que a xenofobia se refiere, haya grados, y sea mayor frente a unos grupos y religiones que a otros. Por muchos factores, los extranjeros de procedencia islámica se llevan la palma.

Es cierto que el uso del pañuelo por las mujeres musulmanas no deja de ser un signo de afirmación de unos orígenes, una cultura y una religión a las que por decisión individual o, a veces, por una presión colectiva más o menos difusa no quieren renunciar. Cierto es también que a veces el despliegue de esta prenda y otros símbolos puede tener un cierto carácter reivindicativo o militante, pero no por ello el velo, en sí mismo y sin extrapolaciones o exageraciones, deja de ser un mínimo rasgo identitario que bien se puede respetar, máxime cuando no supone una agresión a las identidades nacionales, regionales o locales del país al que emigran ni riesgo para su cohesión o supervivencia.

Y lo que es más importante, por volver al caso que ha desatado el debate, cuando en nada resulta incompatible con el funcionamiento de la escuela como centro de enseñanza o lugar de convivencia y en la medida en que no dificultan el aprendizaje de las jóvenes que lo llevan.

Por si fuera poco, algo de mala conciencia, o solo rasgo de incoherencia, se puede apreciar en la apelación a la autonomía de los distintos centros escolares para, entre otras cosas, prohibir o restringir el uso del velo. Ya no se presenta, pues, la identidad nacional como el fundamento último de la prohibición, sino la decisión libre de una comunidad educativa. Ahora bien, los centros educativos actúan dentro de los límites y valores más genuinamente democráticos de la Constitución y las leyes y han de basarse en ellos. No pueden ser arbitrarios ni desproporcionados. Sus regulaciones, en todo caso, han de ser respetuosas con la libertad y la identidad de los otros, al menos en un núcleo mínimo dentro del que es difícil excluir el velo.

Por eso, aunque tal vez fuera mejor no tener que regular el uso de velo en los espacios públicos educativos, que demasiadas leyes hay ya, a la vista de la situación, no se puede compartir sin más la opinión de que el velo no merezca una ley o norma general que impida su proscripción por la mera voluntad de una asamblea escolar. Dejarlo al arbitrio de los centros no deja de ser un ejercicio de hipocresía que puede llegar a equivaler a la negación de la posibilidad de encontrar razonablemente un centro que lo permita (el chusco episodio de la escuela de Pozuelo de Alarcón que cambió de la noche a la mañana sus normas para impedir que recalase en ella la joven que ha suscitado el problema ilustra este riesgo) y no hace sino echar sobre los padres y alumnos la culpa no haberse enterado antes de si el centro preferido responde a una exigencia tan pequeña e inocua como la del uso del pañuelo. ¡Desproporcionada carga! O, mejor, ¡pesada broma! ¡Como si el derecho a la educación, que con tanta delicadeza y energía ha recordado el ministro Gabilondo, no existiera o hubiera dejado de existir detrás del velo! Esto es lo que se percibe detrás de las posiciones prohibicionistas, muchas veces tajantes y un tanto agresivas.  Bajo el velo, al fin y al cabo, siempre hay un individuo, con su dignidad, sus derechos y sus deberes, una comunidad y, en definitiva, toda una sociedad.  Por eso es bueno que se discutan entre todos los argumentos y se sopesen sus implicaciones. Con menos certezas, más dudas, con alguna generosidad.

(*) Jaime Nicolás (Aldeamayor, Valladolid, 1947). Constitucionalista.
3 Comments
  1. celine says

    Una cosa, profesor: ¿hay relación entre la progresiva proliferación de esta seña de identidad -hiyab- y las intenciones wahabíes? Es que se le ha pasado ese pequeño detalle, señor. Y es muy grave.

  2. Bauer says

    Estoy de acuerdo que todo el mundo vista como quiera, pero este no es el caso, el tema creo que no se trata de llevar velo o no, el tema va más allá, mucho más alla. Por que no molesta que un «pandillero» de una banda lleve un look determinado, pues por que puedes ir a su pais y vestir como tu quieres, por que no decimos nada de los budistas, vas donde ellos viven y no pasa nada, y asi podemos seguir con muchos ejemplos, pero……que pasa si vas a determinados sitios de religión musulmana y una mujer no se pone el velo? Que pasa si queremos construir una Iglesia (he crecido en la religion catolica, pero no ferviente practicante ni creyente) en algunos paises musulmanes? Básicamente no se puede, o depende de que hagas te pueden lapidar (eso mismo les ha pasado a musulmanes «moderados» en sus paises)El problema es que con la excusa de ser tolerantes, nosotros respetamos unas reglas de juego y otros no las respetan, resultado, vamos a perder el partido, y eso no puede ser, tenemos que jugar todos con las mismas reglas, y ser TODOS TOLERANTES, ellos también, TODOS TENEMOS QUE RESPETARNOS, yo les respeto, mientras ellos me respeten a mi, si la mayoria no queremos velos, pues que no se lo pongan, es así de facil, al igual que si yo voy a su pais y tengo que ponermelo me lo pondré.
    Saludos cordiales

  3. Carmen says

    He leido los dos articulos sobre este tema. Voy a dar mi opinión desde mi realidad de mujer de 63 años.
    Siento tristeza, ira e indignación, cuando veo mujeres que se pliegan a una norma religiosa, a la presión de sus familias, a la comedura de «coco» de su cultura.
    recuerdo mi juventud, que habia que viajar con el permiso paterno, no se podía tener cuenta en el banco, etc. Yo y muchas como yo luchamos e hicimos que se cambiaran uno poco las leyes… y despues de tanta lucha para conseguir un poco, viene esta polémica.
    ¡Dejemosnos de tonterias! No se puede respetar una cultura, religión, o lo que sea que, vaya en contra de la LEY. Ésta se debe respetar.
    ¿O es que si vinieran tribus de las que hace bien poco eran antropofagos, habria que respetar que se comieran a otras personas?
    Seamos serios…
    S2

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