La muerte liberada

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Julián Sauquillo

(A Sofía Orfanel Díaz que me mostró, hace apenas dos años, con toda tranquilidad y absoluta lucidez, cual iba a ser su último y definitivo lugar de descanso en el cementerio de Toro, Zamora)

Nuestras sociedades se configuran sobre el “tabú de la muerte”. Cuanta más liberación sexual se produjo en el pasado siglo, más se tendió a ocultar, a vivir de espaldas, a esconder la muerte como problema existencial ineluctable. En el siglo XIX, en el Romanticismo, hubo una exaltación de la muerte, de los cementerios y de los difuntos. Pero se tendía, en aquella época, a tapar, literalmente, cualquier extremo que recordara al sexo. En este siglo, en cambio, hemos presenciado cómo a los niños se les contesta a todas las preguntas acerca de la sexualidad y la reproducción, pero se les sustrae, a su vez, cualquier explicación acerca del fallecimiento de los familiares o se les aparta de toda presencia de la muerte. Con frecuencia, acudimos a fantasías individuales del tipo “el abuelo está en el cielo y desde allí nos sonríe” para tranquilizarles. Todas estas fantasías con los menores son una novedad que muestra nuestra desazón ante la muerte. Autores tan penetrantes como Susan Sontag, Geoffrey Gorer, Philippe Ariès, Norbert Elias, Michel Foucault o John Berger, en las entrañas de nuestra cultura, lo han puesto de manifiesto: tenemos una angustiosa dificultad para aceptar nuestra muerte. Philippe Ariès se ha referido a la “muerte salvaje”, o “muerte invertida”, para caracterizar a esta muerte que nos inquieta y no admitimos. Mientras que la muerte medieval era una “muerte doméstica”, serena, que llegaba a ser intuida por el hombre antiguo o anunciada por el nuncius mortis, un “amigo espiritual” del moribundo. En tiempos pretéritos, hubo auténticos acompañamientos mortuorios, cortejos fúnebres de los que no estaban apartados los niños. El moribundo era dueño de sus despedidas y de los encargos de obligaciones y otorgamientos de derechos a sus amigos y familiares, realizaba mandas testamentarias y sus encargos en el lecho de muerte acabaron siendo palabra divina.

Muy al contrario, nosotros hemos apreciado una radical desaparición de la muerte en el espacio de medio siglo. Este proceso de evaporación de la muerte, que alguno ha caracterizado como de veladura pornográfica, empezó en los albores del siglo XX. Parece que el compromiso entre la pervivencia de ciertos rituales mortuorios y su desaparición total dio lugar a nuestros modernos velatorios. La muerte maquillada y expuesta tras un generoso cristal de forma amable conforma una representación del fallecimiento bastante comercial. Parece que esta moda apunta a durar muchas temporadas y viene de Estados Unidos. Comenzó con los embalsamamientos de cadáveres y la venta algo hortera de copiosas coronas de flores. En verdad, los patios de nuestros velatorios se asemejan a ferias desenfadadas donde se encuentran personas que no se veían desde hace décadas. Si la incineración no ha borrado absolutamente cualquier rastro de la muerte es porque existe un potente negocio detrás de las pompas fúnebres.

Este proceso de enmascaramiento mortuorio no es casual y tiene raíces culturales profundas. A finales de las dos primeras décadas del pasado siglo, la genialidad de Max Weber apuntó en qué se sustenta el empecinamiento occidental en mantener la vida y rehusar la naturalidad de la muerte. El proceso de racionalización de la sociedad moderna tenía un baluarte firme en las ciencias naturales. La medicina seguía este proceso y se basaba en un incondicionado fin: mantener la vida y evitar el dolor (dominar técnicamente la vida). Hasta aquí, nada que objetar. El problema que acarreaba esta preponderancia técnica es que no se planteaba –ni se plantea ahora, apenas- cuándo la vida no merece la pena ya ser vivida (el gran sociólogo se refiere a un moribundo terminal y su familia que consciente o inconscientemente desean acabar definitivamente con un dolor innecesario: a la eutanasia sin ambages). La vocación científica mecánica si se plantea cuestiones previas las contesta afirmativamente: siempre hay que mantener la vida. La clínica se convirtió en el espacio científico técnico, basado en relaciones de poder y extracción de saber. Hay razones de peso para suponer que la medicina clínica surgida a comienzos del siglo XIX se sustentó en la investigación del cuerpo (las autopsias) y desechó reunir la documentación sobre las afecciones del paciente, basada en el diálogo con el enfermo. Este diálogo sólo podía dar lugar –pensaron- a confusión. Sin embargo, a pesar de que solemos necesitar un médico curador,  en un momento u otro, requerimos un médico fraterno que nos ayude a morir. Aunque haya un movimiento admirable de “medicina dialógica” que afirma el diálogo con el paciente, esta práctica médica navega históricamente contra corriente.

Sin embargo, esta necesidad de un médico fraterno que nos ayude en el transit no cuenta con la conciencia social mayoritaria, madura y activa, participativa. Los gobernantes han llegado a decir “esto (de la eutanasia) no le importa a nadie”. Es cierto que hemos pasado de la creencia divina en la inmortalidad ultra terrena a la convicción casi  religiosa en la inmortalidad terrenal. Los masajes, las cirugías estéticas, los spa, los deportes de riesgo, los viajes alternativos (con tres sherpas, por cierto, por cada viajero maduro),… nos hacen sentirnos dueños del “elixir de la eterna juventud”. Desgraciadamente, no hay reunión o debate cívico sobre la eutanasia que cuente con un nutrido público menor de treinta años. Con tanto tapujo adolescente calmamos una angustia ante la muerte que no soportamos. Convertimos el final de la vida en un tabú desde el pasado siglo. Pero, aunque así sea, despótico es el gobierno que se asienta en la “alienación” de los gobernados. Frágil es el poder político que se asienta en la “servidumbre voluntaria” por ceguera de los gobernados, más esclavos así que ciudadanos. Más valdría, reconocer legislativamente la eutanasia para quien la desee, como reivindican los doctores Luis Montes, Miguel Ángel López Varas o Fernando Marín, desde la Asociación Derecho a morir dignamente (D.M.D.).

Despojados de los rituales de la muerte en el dominio tecnológico (ciego) de la vida por las ciencias naturales, sin aquellos cortejos fúnebres que llenaban la sala de quienes perdían el último aliento y acompañaban al enfermo, sin el ars moriendi del pasado, en el desasosiego de la “soledad de los moribundos”, no nos vendría mal algo de humanidad. Echamos en falta una cierta fraternidad en los tiempos del final de la vida. ¿Acaso alguien puede dudar de la conveniencia de un guía que nos saque del laberinto de los respiradores innecesarios, de las intubaciones prescindibles, de las hidrataciones improcedentes…? Estoy convencido de la necesaria existencia de alguien que, manteniendo la conversación y el sentido con el enfermo terminal, nos diga llegada la fatal circunstancia: “ha llegado el momento de tu muerte y puedo ayudarte”.

4 Comments
  1. celine says

    «Puedes marchar ya, mamá; todo está bien, estamos bien todos. Abraza a papá de nuestra parte». Así nos depedimos de nuestra madre, en su cama, en casa, con sus nietas llorando a moco tendido. Y murió, se desavenció para siempre con cierta dulzura. Quiero morirme así, a ser posible. De modo que firmo y aplaudo su escrito, profesor.

  2. celine says

    «desvaneció»

  3. Isabel says

    Me ha interesado mucho este artículo porque, entre otras cosas, considero que es importante mantener abierto el debate ciudadano en torno al definitivo reconocimiento legislativo de la eutanasia. Efectivamente, la modernidad ha efectuado una expropiación de la muerte que muchos autores han señalado y de la que Julián Sauquillo aquí se hace eco con sensibilidad y lucidez. Ya Rilke en una de las composiciones incluidas en El libro de horas se refería a la “muerte propia” que cada uno lleva dentro de sí “como el fruto… su semilla” frente al envilecimiento de la misma en las grandes ciudades, donde la imposibilidad de vivir despoja de su singular dignidad a la muerte. Por eso deseo subrayar que el tabú de la muerte característico de nuestra época debería ser contrarrestado, cuando la vida ya no merece la pena ser vivida, con la aceptación de esa figura fraterna cuya compañía y conversación nos facilite el último tránsito.

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