Las pesadillas de Weimar

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Julián Sauquillo

Tan solo pronunciar “Weimar” supone evocar, hoy, uno de los momentos más fértiles en el plano cultural y más trágicos en el político del pasado siglo XX. Tal período se encuadraba en una Alemania en reconstrucción entre los años 1919 y 1933. La República de Weimar quiso cerrar las heridas de un país derrotado y humillado, tras la extremadamente cruel I Guerra Mundial, mediante una república presidencialista. Pero  sucumbió a las fuerzas atávicas del nacionalsocialismo. Es la representación más brillante de la pesadilla en que se internó toda Europa cuando las instituciones democrático liberales entraron en crisis con la dualización social, la evaporización de la clase media, y el surgimiento del populismo de extrema derecha y extrema izquierda. Rusia, Alemania, Polonia, Italia, España,… vivieron procesos totalitarios y de confrontación bélica entre el bolchevismo y el fascismo. Irremisiblemente, el proceso histórico arrastró a todos a la mera dominación y la guerra abierta ante la inanidad de los parlamentos de la época. A la vez que el totalitarismo enterraba a la democracia, declaraba “arte degenerado” a todas las manifestaciones pictóricas, arquitectónicas, teatrales, de diseño, musicales, cinematográficas que han inspirado a nuestras vanguardias más sugestivas durante el pasado siglo.

Si “República de Weimar” es un sintagma que va del esplendor a la tragedia, también es para nosotros la línea roja que nos muestra la tenue frontera histórica que va de la civilización a la barbarie. La reaparición actual en Europa de la extrema derecha -también por vía electoral-, el resurgir de la xenofobia, la reaparición del racismo y la intolerancia religiosa, el descrédito cívico por las instituciones, la escasa vocación pública de muchos representantes, la facundia grosera de los especuladores económicos alientan, otra vez, las peores pesadillas de Weimar. Marx ya advirtió que la historia se da una vez como tragedia y otra se repite como comedia, o como parodia, y así es. Porque Weimar es la voz de alarma que advierte al vigía mucho antes que el barco se estrelle contra los icebergs, conviene resaltar toda manifestación artística que hoy recuerde su tragedia. La Filmoteca Nacional de Madrid ha vuelto a programar El Gabinete del Doctor Caligari (1920) de Robert Wiene este mes de junio (los días 5 y 11, con acompañamiento de piano a cargo de Deborah Silberer y con una copia restaurada) y el Festival de Otoño ha estrenado una versión espléndida de Tambores de la muerte (1922) de Bertolt Brecht el pasado fin de semana (entre los días 10 y 13 de junio por el Teatro Nacional Sao Joao-Porto, bajo la dirección de Nuno Carinhas). Dos acontecimientos culturales de primer orden que nos ponen ante una reflexión contemporánea.

Ambas creaciones subrayan el horror de la locura que sucede a la vivencia de la guerra. En la obra de Brecht, Andreas Klager es un soldado alemán que vuelve del frente africano. Ha perdido a su novia, que ya se ha vuelto a comprometer con un ufano triunfador hecho a sí mismo, al suponerlo muerto, y carece de cualquier referencia social y política. Alemania se divide, entonces, en comunistas y nacionalsocialistas. Los espartaquistas atizan un proceso revolucionario inspirado en la reciente revolución rusa, en vez de cerrar el trauma de la derrota con un proceso constituyente democrático, mientras la burguesía –sarcásticamente retratada por Brecht- procura una salida individual y espuria a la fuerte conflictividad alemana. Al soldado retornado sólo le espera en este desabrido entorno una vida fantasmal. Es, precisamente, este agitado momento histórico carente de cualquier esperanza lo que representó El Gabinete del Doctor Caligari como un icono simbólico irrepetible en la historia del cine. Hasta nueva iniciativa de la Filmoteca, el espectador tendrá que ver esta admirable creación en un DVD de muy dudosa presentación. Toda una revancha de la gran pantalla para quienes desean ver algo bueno, a toda costa, en pequeños formatos sin salir de casa.

En el orden de las ideas, que sobrevuelan sobre las poderosas imágenes de este grandioso filme, sus guionistas se situaban en un sensato pacifismo. Habían padecido, como tantos desgraciados soldados, las secuelas psíquicas, psiquiátricas, de la guerra y querían representar su pavor. Caligari simboliza a las clases altas, los “junker”, que habían empujado al proletariado a la guerra, exponiendo su cuerpo y su alma. En esta fascinante historia, Caligari convive con un sonámbulo de feria del que saca pingües beneficios, al que despierta a su antojo ante un público ingenuo que le pregunta hasta cuando sobrevivirá. Entonces, la vida era muy corta y estaba muy expuesta: el cautivo monstruo parece contestar siempre “esta noche morirás”. El sonámbulo representa a los que arriesgaron su vida, a los que sacrificaron su carne. Auténticos magnetizados por una clases altas que estaban lejos de representar a los intereses de la nación. Pero tampoco la administración alemana podía atajar el rio de sangre que se avecinaba mecánicamente. Los guionistas previeron la aparición de unos funcionarios altivamente ocupados y observadores desdeñosos del administrado, desde unas sillas enormemente alzadas. Los tan denostados funcionarios, capaces de humillar al propio Caligari que les demanda una licencia de espectáculo, representan a esa administración protonazi que la política democrática de Weimar no purgó. Tales administradores preparan el golpe hitleriano desde enero de 1919, si no mucho antes. Los propios policías que aparecen en el filme son unos indolentes servidores públicos que esperan en su despacho a que se esclarezcan los extraños asesinatos referidos en la película mediante algún linchamiento popular. Lo que más angustia de la historia cinematográfica es que Caligari es el genio de la pesadilla y, a su vez, el director del psiquiátrico, donde están todos recluidos. Sólo de él pudiera esperarse indicara el camino de la luz. Pero no hay salida alguna porque el poder, cualquier autoridad, es pura sinrazón.

¿Era aquella angustiosa atmósfera una pasajera pesadilla de cine? Ojalá. Si la película fue un éxito absoluto, ratificado hasta hoy, es porque calaba en la estructura psíquica subyacente a la colectividad del primer tercio del pasado siglo. Como George Grosz, el pintor más crítico de la época, narró en su autobiografía: cuanta más hambre pasa la gente, más necesita soñar. En aquella época, como en todos los momentos de hambrunas, las sociedades -¿sólo aquellas?- se plagan de magos que llevan a la gente de aquí para allá como al sonámbulo de Caligari en soporífero sueño. Se desata la naturaleza, sin ningún límite cultural, y se impone el más fuerte sin escrúpulo alguno. Así que, entonces, apareció el Gran Mago con un bigote pequeño y un brazo estirado como una flecha.

Algún personaje similar nos puede invitar, siempre, en  cualquier momento,  como un gran demagogo, a que acudamos a algún castillo acogedor y abandonado a comer buenos codillos y grandes panes, a beber también excelentes caldos, entonces apetecibles vinos de Borgoña, hoy cualquier denominación de origen. La historia nunca se repite igual -¿retorna como tragedia, como comedia, acaso como tragicomedia?-, pero convendrá no desfallecer ante los demagogos y estar alerta, observantes ante las nuevas manifestaciones embaucadoras de los magnetizadores.

1 Comment
  1. Elvira Huelbes says

    El Gran Mago que no es distinto a cualquier ser humano -por más que se empeñen en presentarlo como un monstruo irrepetible-, de ahí el pavor que causa esta historia, contada por usted de forma muy clarificadora. Gracias, por eso, profesor.

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