Julián Sauquillo
Durante la transición política española, hemos presenciado la formación del consabido grupo mixto para los diputados que se salían de la disciplina del partido en las Cortes Generales. También, hemos padecido una indeseable crisis política en la elección de Presidente de la Comunidad de Madrid cuando dos miembros de su Asamblea se desmarcaron de su partido y no apoyaron al candidato surgido de sus propias filas. Más recientemente, se han dado dos casos sintomáticos de indisciplina de voto en los grupos parlamentarios del PP y el PSOE: Celia Villalobos con su apoyo a la ley de matrimonios de homosexuales y Antonio Gutiérrez con su desacuerdo con las medidas del plan de austeridad económica impulsadas por Rodríguez Zapatero. Los casos de indisciplina de voto plantean cuáles son los límites de actuación de los diputados de las Cortes Generales y, analógicamente, de los representantes de las asambleas autonómicas y municipales. ¿Son representantes autónomos o están sometidos a la disciplina de partido? ¿Cuál es la autonomía real del diputado en su grupo una vez que los votantes le han elegido como representante? Hace algunos años, un “jefe” de grupo parlamentario soltó una opinión asaz distrayente sobre el asunto. En su opinión, los miembros de su grupo no poseían libertad de voto porque en el Parlamento no se dirime la libertad de conciencia de los representantes sino un proyecto común. Pero, en realidad, el problema no es de índole moral, menos religiosa, sino de carácter político y jurídico.
Quizás exista cierta ambigüedad en nuestra Constitución acerca del modelo de democracia que refleja su texto. No es lo mismo que nuestra democracia sea una democracia parlamentaria que sea más bien una democracia de partidos. La primera se corresponde con el inicio de las revoluciones burguesas, francesa y norteamericana, y perdura en su inspiración hasta nuestros días. Durante el siglo XIX, los debates parlamentarios se solventan entre el grupo conservador y el liberal sin que exista una disciplina interna en cada grupo. Frecuentemente, se dan debates airados entre miembros del propio grupo que reflejan intereses oligárquicos o caciquiles enfrentados dentro del propio grupo. Es imprescindible volver a Joaquín Costa –del que va a cumplirse el centenario de su muerte en el 2011- y su Oligarquía y caciquismo como forma de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla (2001) para comprender esta fragmentación de las voluntades clientelares o locales. Entre los intereses de los oligarcas y los caciques, el gobernador civil obraba como mediador y transmisor de poder. A comienzos del siglo XX, la estructura de partidos contemporáneos surge, muchas veces, a partir de organizaciones gremiales. Un arco de partidos variados refleja la diversidad de intereses sociales en juego. Las elecciones periódicas dirimen estos intereses privados como intereses colectivos mediante la formación de una voluntad política capaz de crear mayorías de gobierno y parlamentaria.
El necesario pacto para formar estas mayorías hace que el programa político de los partidos concurrentes a las elecciones quede muy condicionado en los periodos de búsqueda de aliados políticos para asegurar la gobernabilidad. El programa puede convertirse en un desideratum una vez que se compara lo que se deseó acometer con lo que se puede lograr en un juego complejo de alianzas políticas. Las propias condiciones económicas y sociales que se encuentren al acceder al poder –un presupuesto económico ya comprometido anteriormente, por ejemplo- rebajan el idealismo a mera realidad. Si la voluntad política de los partidos se ve, frecuentemente, muy limitada por las circunstancias reales de la vida política, no menos condicionada está la voluntad de los electores. Los votantes se encuentran con listas y programas cerrados. No vamos a poder discutir ni los paquetes de medidas ni quienes van a procurar llevarlas a cabo, salvo que nos integremos en los partidos políticos antes de esta elaboración de estas ofertas políticas. Como meros electores, los ciudadanos decidimos mediante el voto sobre propuestas ya ultimadas. Quizás sea mejor así. Las supuestas ventajas de las listas abiertas quedan cuestionadas, entonces, por la capacidad cobrada por concretos lobbys y mafias para catapultar a sus candidatos para que lleven a cabo intereses espurios con medios “democráticos”. La limitación de la voluntad política del elector ha llevado a pensar que la fundamentación requerida por nuestras democracias es diferente y mayor que la necesitada por la democracia deliberativa. Cabe suponer que vivimos en sistemas representativos más que en democracias en un sentido neto.
Si existen tales restricciones a la voluntad individual cuando pasa a ser voluntad política, no debieran existir serias expectativas a que el juego de la voluntad del diputado en un contexto político sea plenamente libre. A una organización supraindividual, el partido político, le corresponde, entonces, la responsabilidad última de desenvolverse con una voluntad unitaria en el proceloso medio político. El artículo seis de nuestra Constitución, situado en su título preliminar, señala: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. Sin embargo, ni el funcionamiento de los partidos políticos es tan democrático como debiera ser, ni la voluntad del representante político posee una voluntad política tan limitada, una vez que se incorpora a un grupo parlamentario. Pero este tema es harina del siguiente costal.