El Debate sobre el Estado de la Nación y el fútbol

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Julián Sauquillo

Entre profesores, intelectuales y ciudadanos, en general, el debate sobre el Estado de la Nación está “perdiendo puntos”. Es muy sintomático que profesores políticamente comprometidos hayan encontrado, últimamente, un “equipo de trabajo con buena gente” en La Roja durante este épico Mundial de Fútbol en vez de en el debate político. Algunos han experimentado un descanso deportivo a la hosquedad política, a la bronca diatriba partidista. Entre este sector cultivado de la población, el debate sobre el Estado de la Nación, antes, era una ocasión especial para iluminar la radiografía social y política del país. El debate era un espectáculo atractivo y una oportunidad única de escenificación de los problemas nacionales. Mientras que el fútbol era, muy al contrario, una distracción que interrumpía el compromiso social –algo que algunos ocultaban como relajación vergonzosa–. Ahora, el fútbol puede ser un espectáculo ejemplar que diferencia a las selecciones española y alemana de la holandesa. Y el debate se volvió pesado y gris. El mundano fútbol está ganando terreno al discurso público de la política. No basta con atribuirlo al declive del compromiso político. Jugar limpio al fútbol es un valor añadido al resultado del partido. Algo que no resulta evidente en la política oficial, materia deflagradora de los más soliviantados. Pero no solucionemos el problema, equivocadamente, endosándoles el gobierno político a los jugadores de la selección. No se lo merecen. Hay que seguir confiando y mejorando las instituciones políticas. Puede que con algún ejemplo del fútbol (ya hubo quien  deseó modernizar la Universidad con la mezcla cosmopolita de investigadores de todo el mundo, como se combinaron jugadores nacionales y extranjeros en el balompié con los mejores resultados).

Todavía a comienzos del siglo XX, el demagogo cumplía una función social sin connotación negativa. Enseñaba la situación política a una población que mayoritariamente apenas accedía a los periódicos. Hoy, en cambio, la prensa se regala y los medios de acceso real y virtual a la información han llegado a saturar nuestras entendederas. El problema actual consiste en seleccionar la información entre el magma mediático y contar con tiempo para digerirla. De ahí que, sobre las cuestiones públicas de mayor interés y complejidad, los líderes políticos cumplan una función de “abaratamiento de los costes de información”. En las llamadas “democracias de audiencia”, los líderes con sus consignas debieran ilustrar a los ciudadanos de cuáles son los caminos bifurcados a proseguir en la andadura pública. Abaratan porque sería extremadamente caro tener informados de la última y más compleja información a los ciudadanos con las agencias de estudio y consejo de que disponen el presidente y el jefe de la oposición. El ciudadano no tiene tiempo de acceder sino a un resumen de los temas. El Parlamento, Google y los periódicos, entre otros, se disputan la información de acceso al ciudadano. Antes se solventaba casi todo en el patio de vecinos (en los corredores tan significados por La Corrala de Madrid).

Pero, ¿qué ocurre cuando la información parlamentaria se distorsiona o se arroja como arma al “contrincante” político? ¿Qué acontece cuando la oposición ni colabora, ni argumenta en contra, ni acude a las convocatorias, ni esclarece nada? Que se deprecia la función orientadora de la ciudadanía supuestamente sostenida por los líderes de audiencia. El gobierno improvisa y la oposición burla. Todo lo ocurrido en las Cortes se vuelve un galimatías que cansa. Las instituciones democráticas operan mediante acuerdo y consenso, si no, por negociación. Pero, ¿qué pasa cuando no hay otro mensaje entre representantes de partidos diversos que las advertencias y las amenazas? Que no hay quien lo aguante. Ni los atizadores superan el calentamiento político. Se revaloriza, mucho más, el fútbol.

Amayrta Sen ha subrayado el papel más digno de la oposición política: sacar a los gobernantes de sus ilusiones ópticas cuando observan la realidad política y hacen previsiones de futuro. La oposición democrática es el oftalmólogo que libra al gobierno del estrabismo o de la vista cansada. Los sistemas políticos unipartidistas se creen, en cambio, sus ilusorios vaticinios sin que nadie les pueda sacar del autoengaño. La democracia liberal ofrece, muy al contrario, un procedimiento de contraste de pareceres que mejora el acceso a un conocimiento político adecuado para afrontar los problemas sociales. Pero, ¿qué acontece con nuestros trucados debates políticos más basados en la victoria y la derrota política en el circo romano en que puede convertirse el Parlamento? El debate político no procura, entonces, una leal contrastación de pareceres. Se parece, más bien, a esos engañosos diálogos cotidianos en la vecindad mal avenida. Como señala Erving Goffman, hay diálogos en los que desaparece la comunicación: yo miento y te das cuenta de que miento pero pretendes no darme ventaja con que me percate de tu apercibimiento y me engañas con otro equívoco. Así puede engrosarse la mentira (política) hasta el infinito y no es lo más preferible. Si las instituciones públicas abandonan su conducta democrática e ilustrada y se comportan tan zalameramente como en un enconado “conventillo”, el debate sobre el Estado de la Nación dejará de ser un noble espectáculo. Los ciudadanos pueden mirar, entonces, a otra parte. Y gana el fútbol.

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