Francisco Serra
Un profesor de Derecho Constitucional acudió, en compañía de su mujer, a una cena con amigos que estaban situados en los aledaños del poder. Entre bromas y veras, les informaron de que el adelanto electoral estaba descartado, la sustitución de Zapatero en la Presidencia no iba a tener lugar en un futuro próximo y la crisis de gobierno era inminente y podía producirse en cualquier momento, incluso antes de un descanso vacacional que, por la persistencia de las turbulencias económicas, todo indicaba que iba a ser muy breve. Las circunstancias actuales han convertido la política en una sucesión de gestos y decisiones inmediatas que hacen imposible cualquier orientación de largo alcance. Parece que vuelve la época en que Adolfo Suárez se alimentaba casi exclusivamente de alguna tortilla francesa y permanecía toda la noche, desvelado, buscando solución a los males de la patria. Desde antiguo, en los mentideros de la villa y corte de Madrid se han difundido los más guardados secretos y ya en ellos el Conde de Villamediana, antes de convertirse en un bello cadáver, se ufanó de sus “amores reales”.
Todos los que ocupaban algún cargo por designación estaban inquietos, pues nadie sabía, a ciencia cierta, cuál iba a ser la composición del nuevo gobierno. Lo que parecía claro era que se iban a refundir ministerios, pero la continuidad en sus puestos dependía, por descontado, de la persona que se situara al frente de cada uno de los departamentos. Justicia podría quizás integrarse con Interior, aunque también se hablaba de que tal vez se creara un Ministerio de Justicia e Igualdad. El destino de la Vicepresidenta parecía incierto, aunque ya no era tan evidente que fuera alejada del Gabinete. La obligación que Zapatero se había autoimpuesto de respetar la paridad complicaba aún más la tarea de conformar el nuevo gobierno. Después de la sentencia del Estatut, el Presidente quizás debiera ser especialmente cuidadoso con la cuota catalana. En suma, nadie tenía garantizado que, al volver del veraneo, se fuera a reincorporar a su “despachito oficial”.
La formación de un gobierno nunca ha sido empresa fácil y en algunos países en que han existido coaliciones de larga duración o partidos con diferentes tendencias, como Italia, se han llegado a publicar “manuales” en los que se explicaban las reglas para poder culminar la labor con éxito. Incluso en el régimen anterior, el propio Franco, que gozaba de un poder omnímodo, debía llegar a delicados equilibrios entre el Opus, la Falange, los sindicatos, los propagandistas y demás “familias” antes de enviar con el sobre al célebre motorista. En la actualidad los métodos son distintos y suele ser el propio Presidente el encargado de llevar a cabo esa ingrata misión, aunque según sus biógrafos lo hace de tal manera que el propio cesado casi se siente obligado a pedir disculpas. En la “democracia de cuotas” a que estamos abocados no se pretende que sean los más capaces los que accedan a la máxima dirección política, sino aquellos que posibilitan una mayor amplitud de apoyo en el electorado. Incluso para la elección de los miembros del Tribunal Constitucional, de los que la Constitución únicamente establece que deben ser juristas de reconocida competencia, la semana pasada, en el “pase de modelos” de los propuestos en el Senado, se recalcó por parte de una parlamentaria la especial adecuación de una candidata por ser mujer (y además catalana, podríamos añadir).
Nunca ha estado claro cuáles son las cualidades que debe tener un buen ministro y los intentos de establecimiento de criterios puramente “técnicos” han fracasado. No es necesario haber cursado estudios universitarios o ser doctor por Harvard para desempeñar eficazmente cualquier cartera ministerial. De ahí que no tenga sentido descartar a uno de los actuales miembros del gobierno como posible sucesor de Zapatero, en el caso de que éste decida no presentarse a las elecciones, por no ostentar ningún título. Al fin y al cabo, el propio Presidente se ha dedicado profesionalmente a la política y, a causa del algo absurdo sistema de incompatibilidades establecido, apenas pudo ocupar durante un breve plazo un puesto de “profesor de Derecho Constitucional” antes de ser elegido diputado nacional.
El profesor de Derecho Constitucional intentó descubrir en la prensa y en la blogosfera indicios de la composición del nuevo gobierno, pero no llegó a encontrar más que informaciones contradictorias, probablemente porque aún el propio Zapatero no había tomado una decisión. Un domingo acudió con su mujer a la exposición de la Fundación Mapfre sobre la fotografía y el cine del surrealismo. Entre las perturbadoras imágenes de cuerpos femeninos, maniquíes, objetos imposibles, tomadas por Man Ray, Breton, Bataille y otros de los más imaginativos creadores del pasado siglo XX, uno de los textos explicativos se refería a los “cadáveres exquisitos”, ese juego que practicaban los surrealistas y en el que cada uno de ellos escribía por turno en una hoja de papel, pudiendo ver sólo el final de lo que escribió el anterior. El nombre tenía su origen en la secuencia que se formó en francés la primera vez que lo jugaron: “El cadáver exquisito beberá el vino nuevo”. Al profesor le pareció que las cábalas que se sucedían sobre la fusión entre los diferentes ministerios se asemejaban al juego al que se dedicaban los surrealistas y no había más razones para integrar Educación y Cultura o Justicia e Interior que para que Interior y Defensa formaran un único ministerio (aunque esto le daba un poco de miedo). Quizás Zapatero y sus más allegados componían un “cadáver exquisito” con el que resolver la reducción del número de ministerios, algo que en realidad tenía un sentido puramente simbólico, ya que la cantidad de tiempo que debía perderse para llevar a cabo esa amalgama haría que el resultado fuera escasamente rentable. Pretender reducir el déficit eliminado algunos cargos era como la vana ilusión de su hija por vaciar el mar con su cubito. ¿Qué sería mejor, crear un nuevo ministerio de Defensa e Industria (al fin y al cabo en venta de armas España ocupaba uno de los primeros lugares) o unificar Educación y Trabajo, puesto que se decía que la principal causa del incremento del paro se debía a que los jóvenes no encontraban empleo, una vez terminados sus estudios? La formación de los anteriores gobiernos de Zapatero no había estado exenta de surrealismo y el rumor que había trascendido en los últimos meses de que durante algún tiempo barajó la posibilidad de nombrar ministro de Cultura a Miguel Bosé era buena muestra de ello, pues más allá de su “belleza convulsa” no se advertía qué razones podían haberle llevado a considerar esa alternativa.
Pensativo, el profesor decidió componer su propio “cadáver exquisito”, apostando por la novedosa creación de un ministerio de “Educación y Justicia”, en el que a él, al que nunca le habían ofrecido ningún cargo a pesar de estar próximo a personas con poder, finalmente le rogarían que se incorporara, aunque, por supuesto, lo rechazaría con elegancia, aduciendo “razones personales” y, en la soledad de su cuarto de trabajo, bebería despacio el “vino nuevo”, en el que, como es sabido, habita “la verdad”.