Cultura y tutelaje democrático

5

El uso y abuso de la cultura como instrumento de enajenación, entretenimiento y propaganda políticos son tan viejos como la propia Historia. Pero mientras que, desde la Antigüedad a la caída del Ancien Régime (1789), el mecenazgo o el propio despotismo ejercido sobre los artistas y la cultura produjeron a lo largo de los siglos obras magníficas de pensamiento, literatura, pintura, escultura, música…, que se alzaron como referencias inequívocas de la excelencia de una civilización, el Estado cultural en la actualidad se ha convertido en el artífice final de lo que aún se sigue llamando cultura en nuestro tiempo, poco a poco suplantada por el término multicultural de “culturas”: colas kilométricas a las puertas de exposiciones donde se exhiben las obras que habitualmente pueden verse cualquier día en los museos, abundantes estadísticas y medidas de audiencia, parques temáticos, centros de interpretación, eventos, recitales y concentraciones gregarias, costosísimos edificios-cáscara que, normalmente, llaman de arte contemporáneo, basura y chabacanería mediáticas, impostura literaria y artística jaleada por el poder y sus resortes mediáticos, escritores fabricados ad hoc por las distintas sectas y oligarquías del sistema, grandes best sellers para legiones de neoanalfabetos, banalización y consumo de las referencias históricas, igualación totalitaria de las tradiciones culturales, cosificación del bagaje cultural, patética incentivación pública de la “cultura popular” en forma de “mercados medievales” y otras mamarrachadas… El muestrario puede extenderse largamente, pero no es aconsejable por lo que tiene de deprimente.

Es el resultado en sus postrimerías de lo que Marc Fumaroli tituló en un brillante ensayo de hace dos décadas (1991) El Estado cultural (Barcelona, El Acantilado, 2007), un largo viaje de más de doscientos años que acaba en lo que los filósofos actuales achacan al agotamiento de la modernidad, un estadio de enésima postmodernidad habitado por una bienquista confusión, donde el relativismo, el nihilismo, el secuestro y subversión de la palabra y el pensamiento débil, o más bien único, se han consolidado como ortodoxia políticamente correcta, con vocación de tutelaje o “tiranía democrática”. Extintos los intelectuales, cuyo hueco ha llenado una caterva de voceros “todólogos”, principalmente de procedencia periodística o advenediza, la cultura residual boquea ahíta de dineros públicos, luego de un largo proceso en que el ocio de las masas en el  Estado del bienestar se ha clientelizado y burocratizado por los partidos políticos que se disputan el poder. El dirigismo, protección y amparo estatales han hecho de la cultura el entretenimiento de unas masas que no necesitan la intelección o reflexión, sino el contagio del entusiasmo y la propaganda.

Lo vieron y practicaron primeramente los jacobinos en sus fiestas revolucionarias, liturgia, en definitiva, de la nueva Religión civil que había de desplazar la intolerancia del cristianismo. En sus concentraciones al aire libre de inspiración rousseauniana, sobrias, casi espartanas, las masas apiñadas en torno a una estaca coronada de flores sentían en el propio contacto la afinidad de una felicidad compartida. Era la negación de la efusión y el sentimiento individuales; la exaltación del conjunto y la unidad de la masa, necesitada ya de nuevas técnicas de seducción y propaganda. Fueron los primeros ecos del Estado cultural, propiamente prefigurado en el Kulturkampf de Bismarck, que estimuló no poco la organización totalitaria del Estado comunista de Lenin para alcanzar con el estalinismo y el nazismo la perfección de las técnicas de la mentira en la sugestión de las masas, siguiendo las previsiones de Goebbels: “Si la mentira es descarada y cien por cien falsa, es creída”.

Pero es la concepción de André Malraux, “el profeta de la cultura de Estado”, la que nos acerca en esta materia los antecedentes más inmediatos de la situación de la cultura en las democracias liberales actuales, una visión convencida de que ayudaba a la integración social y que, al igual que pensaban los comunistas, hacía de la cultura un instrumento capaz de transformar el mundo. En resumen: la democratización y creación artística por decreto, impulsora de necesidades culturales, previamente programadas por el Estado, que las dirige con el monopolio o un control aplastante de los medios de comunicación. La cultura, en este Estado-providencia de legalidad democrática, se transformó así en pura propaganda.

De la iconoclasia de los jacobinos y las vanguardias de los siglos xix y xx; del estilo, que sustituyó a los contenidos tan despreciados del pasado en la revolución del 68, nuestro tiempo cultural de ahora mismo ha llegado a un nuevo estadio: la cultura como resorte fundamental de la publicidad. “Cultura, ahora, -escribió Marc Fumaroli en 1991- es la habituación impuesta a las mentes, con ayuda de artes utilizadas como medio de seducción y de impregnación, de fórmulas repetitivas, de eslóganes, de tópicos ideológicos. Un poco más de tiempo, y la ‘cultura’ se convertirá en la coartada de la publicidad comercial”. Comercial o política, inextricablemente unida a lo peor de la economía y el turismo devastador, la cultura como coartada de las democracias actuales hace tiempo que traspasó la peligrosa línea que advertía Fumaroli, en un intento logrado de asegurar el consumo y la felicidad de los ciudadanos perfectamente tutelados.

Tocqueville, que ya previó el fenómeno en una de sus anticipaciones geniales, nada menos que en 1835 (La democracia en América), sigue iluminándonos en la pregunta obligada: ¿cómo preservar la cultura animi de Cicerón, el cultivo desinteresado del espíritu y la inteligencia, y con ella la libertad de conciencia inalienable de los ciudadanos, en una sociedad democrática de masas apoltronadas, aborregadas y felices con  la tutela de sus gobiernos? ¿Qué queda en esta sociedad del amor a la verdad y la aspiración a la belleza como meta en sí misma? Es evidente: muy poca cosa, o más bien nada. Vivimos momentos en que la prudencia se ha transformado en miedo, y en nuestra propia reclusión nos sabemos vencidos frente a la ola imparable de lo que George Steiner llamó “el fascismo de la vulgaridad”. Un despotismo, eso sí, legalmente democrático.

(*) Agustín García Simón. Escritor y editor. Su última obra publicada es Cuando leas estas carta yo habré muerto (Siruela, 2009).
5 Comments
  1. celine says

    Qué artículo tan veraz y contundente. Quiero pensar que, a pesar de todo, el ser humano tiene -como dice Agustín García Calvo- resquicios por donde se cuela la vida auténtica, la necesidad olímpica de la cultura. Lo que me va costando esperar, como parece que le pasa a usted, es que esos resquicios se produzcan también en la omnipresente propaganda que quiere convertirnos en insectos a todos los bichos vivientes y pensantes. Gracias por este clarividente artículo que recorto inmediatamente para mi carpeta de articulos que hay que releer.

  2. José Luis Yela says

    «Hoy día, en que se ha hecho más importante lo que las cosas parecen que lo que son en esencia, la mayor parte de los supuestos artistas son simples botarates insustanciales y la mayor parte de los supuestos científicos son simples negociantes. Lo que predomina, y de una forma apabullante, es el ego miope y fatuo y la ambición desmedidos. Y bailando en torno a él, una multitud semianalfabeta, por más que bien intencionada, riendo las gracias de los supuestamente excelsos…»
    (http://condecrapula.spaces.live.com/blog/cns!3747B745C7A14768!2946.entry)

  3. el3azzi says

    Un artículo que te hace reflexionar…que te hace dudar del camino que has escogido y cuáles fueron los verdaderos motivos para hacerlo. En definitiva una reflexión que todo ser humano con capacidad de pensar y razonar debería tener en cuenta. Sin embargo, a mi pesar…la vida que caracteriza el siglo XXI te impide tener tiempo para ello, nos hemos acostumbrados a leer y ver mensajes de este tipo , a tomarnoslos en serio durante 5 minutos y luego se pierden por la senda del olvido…

    que pena..realmente se podría vivir mejor, intelectualmente me refiero. Pero la maquinaria propagandistica y de consumo nos lo impide.

Leave A Reply