Ayer vi a Valle-Inclán en el Ateneo

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Julián Sauquillo

Uno de los géneros periodísticos más usuales en tiempos de Valle-Inclán era atribuirle una entrevista o una aparición falsas por Madrid. Valle era tanto un escritor llamativo por sus extravagancias como hermético por las veladuras que acompañan a su personaje. Unos se inventan, como Pessoa, heterónimos para ponerse a sí mismo de vuelta y media ante sus propias pretendidas. Otros, como Kafka, le confiesan a su novia que le gusta otra chica para dimitir de conquistador. Los más ignotos se cuidan, como Lautréamont, BlanchotPynchon o Salinger, de no dejar rastro fotográfico. A Valle-Inclán le camuflan las falsas informaciones. Se esconde en ellas. Se parapeta en los espectros de Valle-Inclán. Tan pronto estaba en la Granja del Henar atizando a uno con un piché de agua por llevarle la contraria, o acompañando a Julio Romero de Torres por la Plaza de los Carros de Madrid, como tomándose unas tapas con Juan Belmonte o coqueteando con unas señoritas en el Frontón Madrid para agotar la noche. Indudablemente, Valle no podía estar en tantos sitios y escribir las Sonatas. Tampoco dejó incompleto el Ruedo Ibérico por excesos sociales sin fin. Más bien, disfrutaba a través de las aventuras de su imaginario  Marqués de Bradomín, de sus gozos y lamentos por amores imposibles.

No pasaba desapercibido. Como  si fuera un romántico, todo su aliño físico e indumentaria era interpretable. Una de las más brillantes reposiciones de su figura la dio Gonzalo Torrente Ballester con el Salón de Actos rebosante. Sin un solo papel y “a capella” –ahora se dan conferencias con imágenes y música de fondo–, fue desentrañando el significado de su discreta melena, de los bigotes, la barba y los monóculos. Una insólita conferencia, literatura sobre literatura, imposible para el mejor lexicógrafo. Desde luego, Valle-Inclán apreciaba mucho su barba. Se la hizo cortar, según uno de esos dudosos sueltos de periódico, para que no le impidiera la vista de su amputación del brazo, tras la gangrena que le ocasionó el casi siempre inocuo pinchazo de un gemelo. Existe, hoy, en la Sala de Retratos, un retrato barbado de Valle, entre los de los Presidentes habidos destacados en un grupo (exento del de Manuel Azaña, también Presidente, encerrado y elevado a las alturas de un despacho llamado con su nombre, donde sólo Dios contempla a los Santos). Se trata de una pintura de Eduardo Vicente de Valle-Inclán con la frente despejada, raya en medio, pelo y barba blanca. Aparece con un incorpóreo torso con una mano derecha tan sólo apuntada. El busto del retrato es volátil, incorpóreo. Como si el pintor hubiera querido dar cuenta de la ascética obligada del pintor. Una túnica azul cubre pudorosamente la extremidad superior izquierda y deja libre el hombro. El ademán del artista es una mezcla de dureza y perplejidad, hundido entre la copiosa barba.

Lo cierto es que Valle-Inclán vivió en el Ateneo de Madrid y yo voy mucho por allí. Fue su Presidente en 1932. Podría motejársele de “el efímero”: su brevedad coincide con las pocas esperanzas de Azaña cuando le nombraba algo para que viviera. Pronto encontraría motivo para la discusión. La sede actual del Ateneo es el resultado de sucesivos traslados –la primera en la calle del Prado esquina con calle de San Agustín, la segunda en la calle Carretas, la tercera en la calle de la Montera, hasta la actual en la calle Prado número 21– y dos ampliaciones. Cuando el Ateneo de Madrid compró el edificio de la calle Santa Catalina, número diez, luego biblioteca, alquiló un piso al escritor (existe el testimonio de José Prat, otro Presidente, de que era el piso primero, hasta ahora convertido en secretaría de la Junta de Gobierno). Tan gallardo como “pobre de solemnidad”, se ufanaba de poder pasar de su casa al Ateneo en pantuflas. Ahora, una esquivada escalera de madera con un hueco de ascensor más vertiginoso, incluso, que el estado de España, entonces, sirvió a su ascenso doméstico por Santa Catalina. Hasta que la renta le exigiera cambiar de cobijo.

Cuando la docta casa homenajeó a su inquilino, lo hizo con muchos artículos y dos fotos (Valle-Inclán. Homenaje del Ateneo de Madrid (1991)). La primera de Alfonso, tumbado en un catre con una colcha que pudiera ser regalo de su estancia mejicana y cinco floridos cojines de hechura también latina que amortiguan la inclemencia de sus días. Las baldas de libros le flanquean protectoras de un cierto fracaso económico en vida. Todo cojín es poco ante tanta desafección teatral para estrenarle. ¿Le visitaron a su piso arrendado para fotografiarlo y asegurarse la mensualidad? La segunda foto es de 1930 y agrupa en La Cacharrería del Ateneo a nada menos que veintiséis socios –una sola mujer– entre los que destacan como soles Manuel Azaña y Valle-Inclán. Un inmenso jarrón de medio cuerpo, flanqueado por cuatro graciosos que quieren salir bien altos retratados, pende sobre los dos como augurio de la próxima catástrofe.

A medio camino entre la inhóspita calle y el hogar burgués, para este dandi español el Ateneo de Madrid era similar guarida y madriguera a los Pasajes de Baudelaire. Al salir al coso nacional de aquel Madrid que le zahirió, se encontraba limítrofe la calle de Echegaray. Encuadre urbano de los Gabrieles –permanezcamos expectantes al resultado de su inauguración futura tras la rehabilitación–, el Viva Madrid, la Venencia, el Hotel Inglés,… Albergues de solazar y bebida, enmarcados en el Barrio de las Letras. Por no hablar del callejón del Gato, cruzada ya la Plaza de Santa Ana. El callejón sagrado es enclave de los espejos que Valle dice, en Luces de Bohemia, representan a los esperpentos. Alcancé a conocer unos espejos planos con azogue perdido ante los que mis padres me exponían a mi propia deformación escuálida o gorda en el Madrid tenebroso de entonces. Espejos desaparecidos con complicidad de la ignorancia oficial. Fueron sustituidos por unos resplandecientes con panzas que deformaban pero ya sin gracia o con la mala pata del nuevo rico. Sus dueños atribuyen equivocadamente a unos hinchas haber destrozado los primeros. Dudo que sea la causa de desaparición de los antiguos. Son restos de una memoria traicionada. Recuerdos débiles en la memoria de un Madrid futuro, que Lope de Vega, Cervantes o Calderón, aún merodeando por las mismas coordenadas, todavía no pudieron conocer. Fragmentos de un mundo fascinante y apenas recordado.


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