El miedo y el Tribunal Constitucional

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Francisco Serra

Hace unos días, un profesor de Derecho Constitucional y su mujer comieron con una pareja de amigos homosexuales, que acababan de comprarse un piso, después de más de diez años de convivencia y, tras una interminable obra, lo estaban acomodando a su gusto. Se habían conocido en Harvard, uno era español y el otro de origen latinoamericano. Los dos habían tenido antes su momento “hetero” y sólo tras muchas experiencias insatisfactorias habían descubierto su verdadera inclinación sexual. Para el español, ésta había sido su primera relación plena y de vuelta en España, cuando reveló su homosexualidad a su familia, contó con apoyo incondicional. Para su pareja, por el contrario, fue mucho más difícil y sólo tras un largo período de silencio, dos años antes, finalmente se había sincerado con sus padres y hermanos, que, aun reconociendo que lo sospechaban desde hacía tiempo, habrían preferido que continuara en la calculada ambigüedad en que hasta entonces había discurrido su existencia. Tras el flechazo, casi en seguida los dos se vinieron a vivir juntos a Madrid y a través de los años fueron construyendo una plácida vida en común. Este verano, por primera vez, habían organizado su veraneo para alojarse en establecimientos dedicados al turismo homosexual.

Después de tanto tiempo, ahora estaban considerando la posibilidad de casarse, acogiéndose a la reforma que, ya desde la primera legislatura con Zapatero en el poder, permitía, en igualdad de condiciones, el matrimonio entre personas del mismo sexo. Con todo, en el mundo de hoy parece que crea una unión más sólida la adquisición conjunta de una vivienda que los antiguamente sagrados lazos del vínculo conyugal. El profesor recordaba cómo en su propia boda, en Finisterre, la juez leyó los artículos del Código civil correspondientes, pero sin la modificación que acababa de producirse, aunque de todos los presentes sólo un avezado profesor de Derecho Penal se percató de esa circunstancia. Cuando compraron el piso en el que aún ahora vivían y que no sería plenamente suyo hasta dentro de más de diez años, muchos de sus amigos comentaron que era entonces cuando realmente se había “consumado” el matrimonio ante el notario y con la preceptiva “dispensa” del Banco de Santander.

Sus amigos, a pesar de todo, insistían en casarse en breve, porque habían oído que estaba pendiente de resolución un recurso de inconstitucionalidad sobre la reforma del Código civil que concedía plenos derechos al matrimonio homosexual. La posibilidad de que el Partido Popular incluyera en su programa una modificación en sentido contrario de esa norma les generaba aún mayor intranquilidad. Se preguntaban, incluso, si en caso de prosperar el recurso o alterarse la regulación legal, se considerarían nulas las uniones que hasta entonces hubieran tenido lugar.

El profesor y su mujer les tranquilizaron, ya que a raíz de la Constitución no era posible que una eventual sentencia del Tribunal Constitucional contraria a la reforma ni una nueva ley propuesta por el Partido Popular en una próxima legislatura dejara sin efecto los matrimonios ya celebrados, a diferencia de lo que sucedió con los divorcios que se llevaron a cabo con arreglo a la legislación republicana y que fueron anulados con efecto retroactivo en la España de Franco, produciéndose toda una serie de anomalías, ya que personas que se habían divorciado y vuelto a casar, teniendo incluso nueva descendencia, se vieron de repente otra vez casados con su primera pareja, considerándose además que no eran legítimos los hijos del nuevo matrimonio.

La reciente sentencia que declaraba contrarios a la Constitución algunos aspectos del Estatuto catalán les había hecho pensar que también sus derechos, tan difícilmente conseguidos, podían verse eliminados por una sentencia del Tribunal. “Tenemos miedo del Tribunal Constitucional”, dijo el español y el profesor se quedó meditando sobre la situación a que estaban dando lugar las últimas resoluciones del Alto Tribunal, que, en lugar de ser un defensor de las libertades, se estaba convirtiendo en una verdadera “amenaza para los derechos” de los ciudadanos. Tal vez los magistrados no eran completamente responsables de las irregularidades que se venían produciendo en su funcionamiento en los últimos tiempos: ausencia de renovación de sus miembros, imposibilidad de cubrir la baja por fallecimiento de uno de ellos, retraso injustificado en la resolución de los recursos de inconstitucionalidad…, pero para preservar la institución quizás hubieran debido acudir a alguna medida extrema que hubiera forzado a los partidos políticos a normalizar sus actuaciones.

La idea de la creación de un Tribunal Constitucional encargado de revisar la constitucionalidad de las normas se desarrolló durante el siglo XX a partir sobre todo de la teoría de Kelsen que, de acuerdo con su “construcción escalonada del ordenamiento jurídico”, consideraba que debía existir un órgano que pudiera invalidar aquellas normas que fueran contrarias a la Constitución. Lo que no se suele recordar es que, años después, en la Austria de entreguerras se promovió una reforma del Tribunal Constitucional que tenía como finalidad fundamental privarle a él de la condición de miembro vitalicio, lo que en último extremo le llevó a aceptar una cátedra en Alemania y supuso el comienzo de un largo peregrinaje por varios países europeos, hasta finalmente emigrar a América y encontrar refugio en la Universidad de Berkeley, sin querer nunca regresar a Viena más que de forma ocasional.

La utilización por los partidos políticos de los Tribunales Constitucionales es, por tanto, algo que se ha venido produciendo desde que fueron creados. En muchas ocasiones no han sido razones ni siquiera políticas, sino éticas o religiosas las que han forzado la salida de algunos de sus miembros. En el caso de Kelsen, fue su enfrentamiento con la Iglesia católica en relación con la admisión de las dispensas de nulidad matrimonial el que motivó una airada campaña en su contra y finalmente el cambio en la composición del Tribunal, que propició su cese definitivo.

Lo que sucede es que si se priva al Tribunal Constitucional de su independencia y se pretende convertirlo en una especie de “tercera Cámara”, cuyos miembros tienen la capacidad de modificar lo decidido por los representantes democráticamente elegidos, no por razones jurídicas, sino atendiendo a sus propias convicciones éticas o religiosas, se está avanzado cada vez más por una senda tenebrosa, que no es la de la Constitución, sino la de la perversión de las instituciones.

2 Comments
  1. Jose says

    No considero democrático el que un Tribunal como el constitucional, plagado de miembros vinculados a sectas de la extrema derecha vaticana. pueda echar a bajo lo legislado por el Poder legislativo, democráticamnete elegido por los ciudadanos.
    ¡In qua urbe vivimus! gritaba Cicerón en el Senado Romano.

  2. El Malvado says

    Me pregunto lo que ocurriría si las Cortes aprobaran una ley de las tenidas por manifiestamente retrógradas y casposas y, al cabo de cierto tiempo, más o menos prolongado, el Tribunal Constitucional obligara a revisar severamente la ley en cuestión. Esa ley podría ser, por ejemplo, una que restableciese el matrimonio exclusivamente heterosexual. ¿Qué pasaría entonces? Quiero decir: ¿cuál sería la opinión políticamente correcta? Pero lo más difícil de entender es por qué todas las buenas gentes sanas y progresistas le han tomado de pronto al Tribunal Constitucional esta ojeriza. Razones puede haber, qué duda cabe, pero que la ojeriza se haya desencadenado porque el Tribunal ha molestado levemente al nacionalismo catalán dice mucho de lo que es la progresía madrileña. Prácticamente lo dice todo, y lo que dice no puede ser más cutre, la verdad.

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