Técnica del golpe de estado

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional y su mujer aprovecharon el primer sábado de octubre para perderse por las calles del centro de Madrid. La bonanza de las temperaturas incitaba a que una muchedumbre alegre y confiada se desparramara por los parques, las terrazas, las escalinatas de los edificios. Nada hacía recordar que, apenas unos días antes, la ciudad hubiera sosegado su ritmo a los dictados de una huelga que, según la mayoría de los medios de comunicación, parecían haber ganado los de siempre. El anuncio de los presupuestos más restrictivos de los últimos treinta años sólo había servido para que, en un afán desesperado por disfrutar de ese efímero verano tardío, las plazas se poblaran de una multitud que se resistía a encerrarse en sus casas para afrontar un otoño que se prometía infeliz.

Al pasar por la plaza de la Cebada, el profesor tuvo un recuerdo para el general Riego, que fuera allí ajusticiado en tiempos pasados. Esa mañana la lectura del periódico le había sumido en reflexiones sobre la naturaleza actual de los golpes de Estado y las quiebras del orden constitucional. En Ecuador un Presidente legítimamente elegido, y al que él tuvo oportunidad de escuchar en la Facultad después de clase,  se había enfrentado a una intentona algo deslavazada por privarle del poder. En el suplemento cultural aparecía la reseña del clásico libro de Curzio Malaparte que, durante el siglo anterior, fue considerado el perfecto manual que describía la técnica del golpe de Estado. Para el autor italiano, el elemento fundamental para el triunfo de cualquier intento de toma del poder consistía en el control de las comunicaciones y el profesor todavía recordaba los intrincados caminos a través de los cuales llegó a emitirse el mensaje del Rey la noche del 23-F. Unos meses antes, en un curso de doctorado, un catedrático muy vinculado al régimen anterior había dedicado la mayor parte de las horas lectivas a comentar la obra de Malaparte, pero el profesor siempre pensó que debía tratarse de una coincidencia, como debía ser otra que el ensayo más leído durante el año pasado fuera el que dedicó Javier Cercas a esclarecer las razones de la frustrada tentativa.

El profesor reflexionó sobre el extraño carácter de la sociedad contemporánea, en la que pueden convivir personas y circunstancias propias de épocas muy distintas. Ya los teóricos de Weimar destacaron cómo en un mismo tiempo histórico hay individuos e incluso grupos sociales que guían su conducta por modelos radicalmente distintos. Caminando por la calle pueden observarse familias que acomodan su existencia a los azares de un futuro que puede traerles toda la descendencia que un dios que ellas estiman próximo considere conveniente y parejas que han trazado un diseño preciso de lo que puede sucederles en los próximos años. Pero ya desde comienzos del siglo XX sospechamos que existe un “principio de incertidumbre” que puede de modo súbito socavar las situaciones que parecen más firmemente establecidas.

Los golpes de Estado han ido cambiando también al hilo de las transformaciones sociales, de tal manera que un levantamiento militar como el del general Riego y tantos otros que tuvieron lugar en el siglo XIX hoy difícilmente puede alcanzar el éxito, aunque todavía en algunos lugares “esclarecidos” uniformados pretendan llevarlos a cabo. En realidad, cuando a esas asonadas se les otorga crédito es porque otros poderes sumergidos previamente así lo han decidido e incluso, en ocasiones, esas fracasadas intentonas tan mal preparadas se convierten en el pretexto para llevar a cabo una tal vez ya prevista represión.

Durante el siglo pasado se utilizaron  los nuevos medios de comunicación como escenario privilegiado para difundir las proclamas que conducirían a la toma del poder y los golpes de Estado llegaron a convertirse en una forma característica de la época, aunque en la mayoría de las ocasiones el triunfo o el fracaso del alzamiento estaba ya determinado antes por circunstancias sociales o económicas. Únicamente cuando se habían producido tensiones insostenibles y no existía una clara determinación de los intereses que debían prevalecer se convertían en sangrientas manifestaciones que, durante un período de excepción, pretendían el exterminio del enemigo.

En la época actual los golpes de Estado rara vez precisan de esa utilización de la fuerza física, en la medida en que la clásica definición de Max Weber que atribuía al Estado el monopolio de la fuerza física se enfrenta con circunstancias cambiantes, en las que la coacción no siempre es ejercida por ese poder supuestamente “soberano”. En las sociedades occidentales parece difícil imaginar que se produzca una quiebra del poder legítimamente elegido cuando, por el contrario, “la excepción es la regla”, aunque las vías para recurrir a la fuerza no descansan en un descarnado ejercicio de la “violencia física”, sino en súbitos movimientos económicos, apenas una vacilación, que hace que en minutos países ricos se vean reducidos a la miseria, Estados poderosos se vean forzados a solicitar crédito inmediato, ciudadanos hasta ahora prósperos tengan que ponerse en la cola del paro.

Miterrand, años antes de convertirse en Presidente de la República francesa, utilizó la expresión “golpe de Estado permanente” para referirse al régimen instaurado por el general De Gaulle, aunque nada le impidió luego servirse plenamente de esos poderes extraordinarios. En el momento presente, los golpes de Estado clásicos constituyen apenas una reminiscencia, pero la posibilidad siempre abierta de que se instaure un período de excepción por la actuación de oscuras fuerzas económicas torna la abrupta “toma del poder” en una realidad permanente, pues la política hoy es sobre todo “economía” y en ese ámbito no rigen principios democráticos.

El profesor y su mujer, sentados en la terraza del Café del Nuncio, mientras apuraban sus copas,  solícitamente accedieron a los ruegos de unas jóvenes “guiris” que querían que les sacaran una fotografía para recordar tal vez en un futuro lejano esa bulliciosa noche en Madrid, a comienzos de octubre de 2010, apenas tres días después de la huelga general.

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