Miguel, tu nombre evoco y fijo

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Rafael García Rico *

Nació Miguel Hernandez Gilabert en la huerta de Orihuela, hace cien años. Un siglo de España en la biografía inacabada del poeta: aún se hace inmenso sobre las sombras, alto sobre las llamas de una generación abrasada en el infierno de la guerra y de la dictadura.

Murió Miguel de dolor, de pena, de desesperación. Murió de tristeza en una España triste, asolada y hundida por los horrores de la guerra, la tragedia de la derrota que padeció la legalidad, la justicia y la decencia. Ganaron los generales, perdimos los españoles, decía una copla en la resistencia que de inmediato se organizó contra el franquismo. Miguel, entonces, vagaba en busca de ayuda, de comprensión, de asilo. Nada de nada. Volvió a Orihuela; se inició el fin: su último viaje a Madrid. Dejadme la esperanza, escribió. Pero ya no la tenía.

Ya no quedaba esperanza en España. No quedaban más que escombros, ruinas, proyectos hundidos para siempre en el abismo que se abría tras el ocaso. Miguel, detenido, preso en Conde Toreno, juzgado por crímenes como escribir, recitar, pensar, amar, por defender lo que era justo y legal. Miguel condenado junto a otros veintinueve, y más culpable que ellos por tener cultura, decía el ponente en la sentencia. Magistrados del odio y de la ira: ensañándose con el poeta, con el hombre honesto, con el que permaneció como uno de los suyos junto a los suyos.

Él, que se quedó hasta la última hora de España, el último minuto de la República. El poeta cabrero, como lo llamaban los artistas de la bohemia republicana; Giménez Caballero, miserable hasta el último segundo. Los otros, señoritos de la Residencia, tertulianos de salón, provocadores e iconoclastas, devenidos en poetas del pueblo y de Barraca. Pagándolas con JRJ. Poetas sacrificados al final, en el último instante. La primera generación perdida del siglo que acabó hace apenas unos años. La muerte de Federico abrió el camino, Miguel, con su poesía enlutada después de proclamarse revolucionaria y combativa, lo ensanchó.

Miguel, el poeta cabrero, decía la prensa: el hortelano de Orihuela, su pueblo y el nuestro, avanzando a pasos de gigante por el barroquismo religioso de sus primeros versos; saltando sobre Góngora y estudiando en la Biblioteca Nacional muerto de hambre, con su diccionario a rastras, hasta la Posada del Peine, la pensión del frio, el hambre. De la Costanilla madrileña al tren del regreso. El fracaso del sueño. El regreso a la huerta, a la poesía silvestre.

Miguel vivió. Para vivir había nacido, para devorar la vida con la pasión de la literatura. Volvió a Madrid, a abrirse caminos nuevos. Volvió a la guerra. Miguel barro, arrancando la tierra con las manos: cavando las trincheras de la defensa de Madrid. Arrancando la emoción en los corazones combatientes, en Extremadura, en Teruel. En levante. Su Levante.

Miguel padre de un niño perdido entre los llantos de la guerra, la ferocidad de las armas, el desgaste del cuerpo, el hambre y la enfermedad. Miguel padre, de nuevo. Miguel enamorado. Miguel hombre anticipado en una España sin jóvenes, todos hombres y mujeres envejecidos en los campos de batalla.

Miguel Hernandez, poeta del sueño ennegrecido, de la madurez temprana. Del odio miserable del vencedor, obtuvo el daño vengativo. El mismo daño que habría de sufrir España, la misma España recorrida por los vientos del pueblo entonces apagada, sin luz, sin vida.

Dejadme la esperanza, escribió el poeta. Y ahora, a los cien años de rayos y de lunas, renace entre nosotros. Aquí está.

(*) Rafael García Rico es periodista.

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