El ambigú

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Francisco Serra

Un profesor de Derecho Constitucional recibió de un amigo una invitación para acudir a un “ambigú”, que iba a celebrarse en una librería del barrio de Prosperidad, en recuerdo de su hermana, que había fallecido apenas unos meses antes. La proximidad del día de difuntos contribuía a que la reunión tomara el aire de un “funeral laico”, esa forma de congregar a los parientes y allegados de alguien que ha desaparecido recientemente, lejos de los rituales de la Iglesia católica. Además, se mostraban, en los sótanos del local, pinturas que ella había ido componiendo a lo largo de su vida. En los últimos años estuvo tan enferma que tuvo que dejar su trabajo y vivía retirada en una finca que había sido propiedad de la familia. Entre los cuadros, destacaba un inquietante retrato de su padre, quizás el más importante filósofo de la posguerra en España.

El profesor, que había asistido a sus clases, se consideraba como uno de sus últimos discípulos, aunque nunca hubiera llegado a tener una relación estrecha con él y hubiera sido bastantes años después cuando, por medio de amigos comunes, llegó a trabar amistad con algunos de sus hijos. Tal vez no era el más leído ni el más profundo ni el más inteligente, pero había demostrado una capacidad insospechada para captar el alma de la sociedad española de su tiempo. Curiosamente, había llegado a adquirir esa sintonía con su época a una edad bastante avanzada, cuando decidió ponerse a la cabeza, en compañía de otros significados docentes, de una manifestación que se desarrolló (como entonces era la regla, cuando intervenían los “grises”) nada pacíficamente, en la Ciudad Universitaria. Su expulsión de la cátedra había representado un momento decisivo en el distanciamiento progresivo de muchos sectores respecto al régimen imperante. Forzado por las circunstancias, había emprendido el camino del “exilio intelectual”, hasta llegar a impartir sus clases en la convulsa California del “verano del amor”. Cuando su padre volvió, recordó una vez uno de sus hijos en el Ateneo, había cambiado el traje gris con corbata a juego por la amplia camisa de flores.

En el franquismo, sin esa distancia que proporcionaba el contacto con otras sociedades, en las que existían ciertas formas de democracia, era difícil ser consciente de en qué medida un espeso silencio se había cernido sobre la mayoría de las reminiscencias de la época de la guerra y la miseria de los años siguientes. El profesor recordaba la mirada triste de su padre, en la infancia, mientras a su lado revoloteaban los pasquines que había arrojado un avión y que festejaban los “veinticinco años de paz”. Algo después, rememoraba el gesto cansado con que sus padres, ambos funcionarios entonces en una pequeña capital de provincia, se quitaban los abrigos después de asistir, más o menos forzados, al estreno, de Franco, ese hombre, la hagiográfica película que rodara Sáenz de Heredia exaltando la figura del “Caudillo”. Sólo años más tarde, ya muerto el dictador y próximo su padre a la jubilación, le contó su efímera militancia en las Juventudes Socialistas y cómo, habiendo conseguido eludir por fortuna cualquier tipo de represalia, les llevaron a todos los jóvenes de su edad a presenciar el fusilamiento de los “rojos” de su ciudad, que habían sido sumariamente juzgados. Durante mucho tiempo, el profesor no llegó a comprender del todo a su padre, pero aún recordaba como uno de los momentos más emotivos de su vida el regreso a casa con su madre en taxi desde el tanatorio el día de su muerte cuando, después de toda una larga jornada  ejecutando las disposiciones necesarias para el entierro y consolando a su madre, una llamada de unos amigos que no habían podido llegar a tiempo le hizo de pronto empezar a llorar sin poder evitarlo, intentando que ella no se apercibiera de la situación.

En el ambigú reencontró a amigos que hacía tiempo que no veía: algunos se habían prejubilado, otros habían enfermado y, por suerte, se habían curado, la mayoría continuaba trabajando (en algunos casos, en condiciones precarias), todos ellos contemplaban con preocupación los próximos meses. El profesor recordó cómo el filósofo había enseñado en las aulas de la Facultad que la actividad que allí desarrollaban era una actividad “subversiva”, que proporcionaba una versión “subterránea” de la realidad, hozando la tierra para intentar descubrir el sentido oculto de las cosas. El filósofo predicaba que los intelectuales tenían que cumplir una doble función, “crítica” (poniendo de relieve las insuficiencias del presente) y “utópica” (trazando la imagen de un futuro mundo mejor). El profesor se preguntó con tristeza donde estarían ahora los encargados de llevar a cabo esa tarea, pues la lectura de los periódicos, los debates de televisión, las búsquedas en la Red, no mostraban más que las mismas intervenciones autocomplacientes, idénticos gurús mediáticos que, bajo la apariencia de una leve disconformidad con lo existente, en el fondo incitaban a la adquisición de sus últimos productos culturales. Uno de los más conocidos, en quien el filósofo confiaba entonces para proseguir su labor, ahora parecía más fiable como comentarista hípico que como verdadero intelectual.

El profesor deambuló entre los grupos, apurando su cerveza, mientras recordaba uno de los más hermosos poemas que había escrito uno de los hijos del filósofo, titulado El Rey del Mundo y que se había editado, con otros textos, junto con unas piezas musicales experimentales y unas  perturbadoras fotografías de enfermos mentales encerrados en un nosocomio peruano. René Guénon había escrito un bellísimo libro sobre la leyenda, presente en numerosas culturas, de que existe, oculto, un “Rey del Mundo”, que gobierna desde su palacio subterráneo. El profesor pensó en la vieja pretensión platónica de que los filósofos tuvieran el gobierno de la ciudad ideal, aunque él mismo acabó recelando de esa posibilidad, y la amarga réplica de Kant en su escrito consagrado a “la paz perpetua”, afirmando que no es de esperar que los reyes filosofen ni que los filósofos sean reyes, porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón. Es bueno, concluyó, que estemos abocados a un “mundo sin reyes”, aunque apenas se haga ejercicio de la razón, ni siquiera por aquellos que debieran ser sus sacerdotes, “los amantes de la sabiduría”.

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