El flamenco ¿patrimonio de la humanidad?

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Luis Suárez Ávila *

El flamenco acaba de ser declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. El argumento de más peso sobre la universalidad del flamenco lo dio Lola Flores, la Faraona –“no sabe cantar, no sabe bailar, pero no se la pierdan”—, a un periodista: “Yo no he visto a una jotera, o a un gaitero tocando muñeiras, ni a un grupo catalán de sardanas llenar a tope los teatros de los cinco continentes. Pero el flamenco sí, de Norte a Sur y de Este a Oeste.” Y es una verdad como un templo. Esta manifestación artística, nacida en la Baja Andalucía, hija del Romancero, del Cancionero de tipo tradicional de los Siglos de Oro y de las incorporaciones afrocubanas, que se sedimenta y eclosiona en el siglo XVIII,  y que, por su extraordinaria fuerza expansiva,  hibridada,  triunfa en los teatros europeos, durante el romanticismo, llega a ser en el mundo la carátula tópica de toda la españolidad. Teatros parisinos, londinenses o vieneses, desde mediados del XIX, se llenan con los espectáculos ofrecidos por gitanos y gitanas, muchas veces fingidos, que interpretan aires andaluces, e incluso sus músicas bajoandaluzas sirven de inspiración a músicos cultos que componen sus partituras sobre estos temas. El exotismo que estas manifestaciones suponen a músicos, atraídos por las descripciones de escritores extranjeros, viajeros y  costumbristas, es lo que las divulga y las hace universales, porque universales son los mensajes de amor y desamor, de pasiones y sufrimientos, de tragedias y gozos…

Sin embargo, paralelamente a todo eso, el  verdadero flamenco se forjó, evolucionó y sobrevivió, en manos de gitanos y flamencos bajoandaluces, desde el siglo XVI hasta los años 70 del XX, en que comenzaron a surgir una serie de sujetos que se subieron a su carro, al igual que en el XIX los músicos europeos, y han comenzado a invadir su territorio con “temitas” y fusiones artificiosas que solamente tienen el fin de poner la mano en la SGAE. A veces son geniales, pero esa misma genialidad han debido utilizarla para dar nombre a este género nuevo y no subirse  gratis al furgón de cola del flamenco. Contando con el  prestigio de este arte de tradición oral, ha sido aprovechado, con otros fines, cíclicamente: en el siglo XIX con aquellos “aires andaluces”, obra de músicos cultos, que eran ofrecidos en los teatros europeos; en los años 30 y 40 del XX, solapado por la llamada canción española o copla (las folklóricas) y,  a partir de la década de los 70  del XX con la obra de autores conscientes de utilizar este género como trampolín para sus experiencias espurias.

Sin embargo, el verdadero flamenco se ha forjado, durante siglos, utilizando materiales diversísimos, increíblemente conservados, a los que, fragmentarios o deturpados, se les dio un nuevo cauce expresivo. Fueron los residuos  de lo que, rodado en el tiempo, es la consecuencia de muchos y sublimes préstamos y entregas; la suma de infinidad de saqueos en campos ajenos; la secuela de uno tras otro implante; una tras otra amputación; el producto del olvido, potente agente creador, o de la heterodoxia inconscientemente alumbradora, y el fragilísimo apoyo de la memoria y la oralidad. ¿Y, qué decir de lo que llamo la tradición “gestual”, el baile, mucho menos aprehensible?.

Se trata de  preciosos y ricos repertorios familiares, fijados por tal cual individuo que gozó de venerabilidad y respeto en el núcleo donde vivió, que sobrevive en mesones, ventas y figones y, en el XIX eclosiona en botillerías, academias de baile, y, sobre todo, en cafés cantantes. No obstante, su hábitat natural han sido los mataderos locales, las tabernas cercanas a ellos, las tablas de carne, los reñideros de gallos, los patios de casas de vecinos, las fraguas… La realidad es que es cosa de muy poquita gente y de escasos lugares. Me encante citar lo que, en 1935, dijo García Lorca en una entrevista: “De Jerez a Cádiz, diez familias de la más pura casta guardan con avaricia la gloriosa tradición de lo flamenco”, que es lo mismo que desde siempre afirmaron los aficionados antiguos. “De El Cuervo para abajo está el ajo”. En muy contados pueblos y ciudades de las provincias de Cádiz –Cádiz y Los Puertos (San Fernando, Puerto Real, el Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda), constelación con visos claros de fundación–; Jerez, que muestra heterodoxas, pero geniales, interpretaciones gaditanas y de Los Puertos; en la provincia de Sevilla, Lebrija y Utrera, tributarias de Jerez, y Triana que sirve de crisol y plataforma de lanzamiento.

El flamenco era un arte minoritario, marginal, pero sublime. El manantial de donde surge es muy reducido: “la silla donde me asiento…” “En este rinconcito, dejarme llorá…”, “desde la Porverita hasta Santiago…” “en esta casapuertita…” O el total afuera: “Me asomé a la muralla, me respondió el viento…”

Contra viento y marea un escaso número de sujetos, del que llamo sector intimista, conserva las más antiguas manifestaciones de este arte. No han podido contra ellos ni modas, ni tentaciones exteriores. Sin embargo, la declaración de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, presiento, solamente facilitará más las cosas a los autores de “temitas” que han colado de rondón; a los guitarristas de vanguardia, que ni son clásicos, ni flamencos, sino todo lo contrario; a los autores de coreografías noñas y amariconadas... y a toda una suerte de trascendentes enredadores subsidiados por los poderes públicos. Los verdaderos flamencos, atados a la tradición oral de siglos, sestearán, sin oficio ni beneficio, rondándoles el hambre, ajenos de que lo que portan en sus memorias es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

(*) Luis Suárez Ávila es abogado y miembro del Instituto Universitario Seminario Ramón Menéndez Pidal de la Universidad Complutense.

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