Un Código ético para instituciones penitenciarias

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Carlos García Valdés *

Al igual que muchos Colegios profesionales y otras instituciones privadas y públicas, Instituciones Penitenciarias acaba de regular los comportamientos deontológicos de su personal, teniendo como ejemplos formales lo legislado con anterioridad en Francia o Cataluña. La Comisión Técnica nombrada al efecto, presidida por quien esto escribe, concluyó su trabajo en tres meses, haciendo entrega del texto definitivo en marzo de 2010, aun no promulgado.

Es claro que la madurez de un sistema penitenciario se mide por la cantidad y calidad de las circunstancias que aborda. Resueltos los aspectos legislativos y de ejecución material en la Ley y Reglamento correspondientes, era el momento de incorporar al sistema los aspectos complementarios que daban fuste a todo el conjunto de disposiciones dictadas con anterioridad. Esta es la naturaleza del presente Código Deontológico que surge así como ulterior elemento subsidiario que cierra cuantas disposiciones se ocupan de la materia. Además de las fuentes especificas de producción del Derecho, exigentes con el cumplimiento de la mejor labor penitenciaria, el texto ahora elaborado se erige como director de comportamientos de cuantos la ejecutan, atendiendo a deberes de actuación supralegales pertenecientes al mundo de los valores. De ahí su importancia, pues era rigurosamente cierto que nuestra Administración no disponía del documento específico que las explicitara en un Código de conducta, profundizándose así en el terreno de la deontología profesional del personal encargado de llevarlas a la práctica.

El Código Deontológico del Personal Penitenciario se abre con una Exposición de Motivos, se divide en 5 capítulos y contiene 32 artículos, separados en amplios números e incisos, destacándose su ideario esencial de encontrarse perfectamente separado del Derecho, pues tal Código no es un deber estrictamente jurídico con sanción en caso de su incumplimiento, sino un compromiso moral del servidor del servicio público sometido al control externo pertinente.

El texto plasma las conductas exigibles al personal penitenciario de cara a la satisfacción de diez postulados o principios rectores, como se denominan, que se establecen como básicos en el art. 3: cumplimiento de la legalidad, interés público, neutralidad, integridad, ejemplaridad, equidad, proporcionalidad, eficacia, transparencia y buena fe. Y de manera expresa, como colofón, en su art. 30 se indica que la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias asume, como uno de sus objetivos primordiales, la promoción y desenvolvimiento de este Código Deontológico, difundiéndolo entre su personal y colaboradores, obligándoles también a velar por su cumplimiento. La concreción de los destinatarios del Código se ha efectuado tomando como referencia la definición que, a efectos penales, nos proporciona el art. 24.2 del vigente Código penal. En efecto, si allí se amplia el clásico concepto administrativo (oposición y designación) a los nombrados o electos que participen de funciones públicas, en el texto deontológico la voz “personal penitenciario”, a quien se designa en el título de la disposición, se refiere a toda persona que participe en el desarrollo de la actividad propia de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, con independencia del carácter funcionarial, laboral o contractual de su relación. De la misma forma, se extiende la aplicación de aquél término al personal de las ONGs y entidades sociales que colaboren con el Centro directivo.

A continuación se significan tres principios esenciales que han de impregnar la actuación de los sujetos: la honradez, la imparcialidad y mirar al interés público, al margen de posiciones personales o corporativas. La incompatibilidad en las tareas del personal penitenciario se especifica también. De este modo, se veta su intervención en asuntos en los que tenga interés particular y familiar o supongan un menoscabo de las expectativas de terceros. Como consecuencia del establecimiento de esta característica esencial se prohíbe toda actuación privada que colisione con su puesto, no aceptándose además que pueda influir en la resolución de trámites que afecten a los administrados o acepte trato de favor alguno.

Continuando con las limitaciones particulares que se imponen al personal, los negocios con personas con las que se relacione en el ejercicio de su función y los regalos que afecten a dicha actividad, se excluyen de las conductas éticas; con sentido común, la Comisión incluyó en el texto la mención expresa a que no se consideraban tales prebendas, favores o promesa de los mismos, los que no iban “mas allá de los usos habituales, sociales o de cortesía”. De igual manera, se establece que los empleados públicos no podrán consumir ninguna sustancia que pueda alterar su capacidad o comportamiento; al mencionarse en la redacción “ni dentro ni fuera de los establecimientos” y “ni fuera ni dentro de su horario de trabajo”, se puedo pensar, con razón, que se trata de una interferencia intolerable en la intimidad de las personas que excedía el comportamiento deontológico razonablemente exigible. El debate se solventa, sin mayores problemas, al especificarse la frase “en el momento de ejercer la función pública” (art. 14.2).

Otros comportamientos correctos del personal, tanto con las personas sujetas al cumplimiento de las sanciones cuanto con la sociedad, se fijan en el Código. Y así, entre las funciones establecidas en relación a los internos se mencionan la atención directa y la cooperación en la resocialización, lo que viene a significar que el personal deberá mantener una relación frecuente y directa con los administrados, garantizando así la efectividad de la intervención penitenciaria. Este aspecto es el esencial en la labor del funcionario penitenciario de hoy y de siempre. La historia carcelaria española se ha fundamentado siempre en las relaciones personales personal/recluso, cuando no había más medios que, prácticamente, el trato humano y el afán correccional. Muchas veces he dicho que este es nuestro pasado y configura nuestra actualidad, ignorado por las legislaciones comparadas del pasado y del presente. Que tal misión figure en el presente Código Deontológico es un reconocimiento expreso a aquella permanente y original orientación del penitenciarismo hispano.

De no menor trascendencia son los dos siguientes mandatos contenidos en la norma: el respeto a la dignidad de las personas sometidas a sanciones o medidas penales y la proscripción de malos tratos, que recoge un expreso mandato legal y se concreta en no autorizar la utilización de violencia física o psíquica, amenaza, intimidación, humillación o desprecio hacia los internos o llevar a cabo cualquier acto de presión dirigido a su comportamiento.

De idéntico modo a cómo se reguló el tema de la eventual toma de sustancias por el personal penitenciario, delicado se antoja el asunto referente a las relaciones afectivas. El art. 25 se ocupa de las mismas y de este modo equilibrado: se evitarán las mismas, notificándolas al superior, pero la vinculación íntima con una persona respecto de la que se tenga que ejercer las funciones propias del cargo o empleo, ha de trascender a lo profesional y afectar al desarrollo de esta concreta actividad.

El Capítulo final del Código Deontológico se ocupa la vigilancia de su cumplimiento, nombrándose la correspondiente Comisión de Seguimiento que tiene tres funciones normativas: vigilar el grado de ejecución del texto, formular propuestas para erradicar comportamientos que denoten corrupción personal y optimizar las actitudes deontológicas.

El inmediato anuncio de su publicación como Orden Ministerial al respecto, es manifiesto claro de avance social.

(*) Carlos García Valdés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Alcalá de Henares. Fue director general de Instituciones Penitenciarias y ha presidido la Comisión Técnica que ha elaborado el Código Deontológico del Personal Penitenciario.

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