La insurrección voluntaria en Egipto

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Julián Sauquillo

Todos llevamos un tirano dentro al que procuramos domesticar en el mejor de los casos. Por otro lado, no hay hombre tan afortunado que se haya librado del dominio de alguno. ¿Conocen el caso de Blanche Du Bois, el personaje inolvidable de Tenessee Williams en Un tranvía llamado deseo? Se trata, como recordarán, de una mujer que probó la vida hasta el alcoholismo. Encarna una dama con pretensiones de distinción, acostumbrada a la gentileza y a la educación. Confundida por el deseo de ser amada, sufre la tiranía y la violación de su ambicioso cuñado –el terrible Stanley–, ante los ojos impotentes y llorosos de la hermana de aquella, la desgraciada Stella. Vicky Peña, Roberto Álamo y Ariadna Gil, respectivamente, bajo los hilos de Mario Gas, ahora nos muestran, admirablemente, en el Teatro Español, lo fácil que resulta humillar al débil. No se lo pierdan.

En la vida pública, como en la privada, la tiranía de uno, o de unos pocos, es frecuente. Y hay que indagar en la psicología social para captar las causas de la dominación. Avanzo la tesis –y no es mía sino de Étienne de La Boétie en pleno siglo XVI–: el tirano se asienta en el deseo de los dominados de ser vejados y no en su propia fortaleza. Un día de insurrección voluntaria, en vez de siglos de “servidumbre voluntaria”, sería suficiente para que el tirano se desvaneciera (quizás por lo que expresó Carlos Marx, ese gran escritor alemán: “todo lo sólido se desvanece en el aire”). Pero va contra nuestras intuiciones básicas, suponer fragilidad en el tirano. Acuérdense del lío que Oriana Fallaci formó, cuando supuso que los españoles habíamos consentido que nuestro dictador muriese en la cama. Nos revolvimos contra ella. No es para menos. Para que el tirano resista, desde luego, tiene que tener una peana política que le dé basamento. Por ello, el gran clásico francés recuerda que, en las tiranías, se produce una gran red clientelar –muchos han recibido del señor feudal un “don”, un regalo, y quedan eternamente agradecidos al no poder corresponderle con otro igual– y una pirámide de tiranías –todos están ocupados en ejercer el poder devastadoramente sobre quien malvive debajo y dispuestos a aguantarlo todo de quien se asienta arriba–. Para que se dé una tiranía estable, por muy frágil que resulte en el fondo, tiene que haber, como me recuerda Juan Espinosa –el hijo del gran escritor Miguel Espinosa–, una red tupida de “afectos”, “desafectos” e “indiferentes” al régimen, convenientemente clasificados, que establezca, según los casos, el desigual reparto del pastel. Así es la historia. Por ello, La Boétie nos previene a todos para no  caer en la tiranía, para no colaborar con ella. Nos advierte a todos, porque siempre estamos invadidos por ella.

Contra la tiranía no cabe planificación. Cuando se produjo la revolución iraní, los filósofos franceses más radicales señalaron que el levantamiento era inexplicable por una supuesta oposición en la sombra que hubiera urdido la rebelión. Había sucedido una protesta inesperada en la calle. ¡Basta ya a la inmundicia! Los súbditos dejaron de ser tales por una alineación de ciudadanos en la calle que formaba un entramado de protesta muy tupido y ya no desmontable. El tirano podía huir hacia Egipto y llevarse un equipaje de toneladas de oro. Pero en la calle irrumpió un júbilo desbordante. El mismo arrebato de Kant ante la revolución francesa, o el de Foucault, como corresponsal de Le Monde y de Corriere della Sera, ante el tumulto desbordante de la multitud, en Irán, con su gobierno persa derrocado. Hasta que un orden de dominación sucedió, allí, a otro orden de dominación, con los fusilamientos de kurdos, las detenciones de cineastas reconocidos en el mundo y los ajusticiamientos de adúlteras o de homosexuales. Y el filósofo se retractó…

Por el momento, en principio, todo cambio parece positivo en Túnez, Egipto y Gabón. Las comparaciones de lo que acontece en Egipto con una revolución musulmana parecen odiosas. Los movimientos predominantes son laicos, de una gran renovación juvenil, con unos Hermanos Musulmanes prudentes y no deseosos de capitanear el cambio,… Parece que la incompatibilidad entre islam  y democracia se rompe. Los ejércitos se inhiben en Túnez y Egipto con una fraternidad semejante a la de aquellos militares portugueses que dejaban insertar claveles en sus fusiles a sus conciudadanos. Las democracias occidentales y Estados Unidos comienzan a reaccionar y a dar apoyos al cambio.

El tirano huye o intenta ganar tiempo. Sin embargo, a Hosni Mubarak parece asesorarle un sabio maquiaveliano, muy experto, porque intenta, por las buenas, enfriar el apasionamiento en la calle con promesas. O lanza, por las malas, a unos medievales jinetes a lomos de caballos y camellos (¿o serán dromedarios como el del paquete de cigarrillos?) como si fuera una pesadilla fantasmagórica. Si decae el júbilo en la calle –si las promesas del tirano se creen– se agota el turno del pueblo, su ocasión. A los sometidos les cabe ganar la calle y deponer a quien les tuvo sometidos. Y a nosotros nos concierne apoyarles en vez de reducirnos a coleccionar “souvenirs” de las Pirámides como David Bisbal.

Mientras aguardamos esperanzados y confraternizados, los occidentales, aupados en la distancia que da visión, con regímenes democráticos, hemos de ser cautelosos y no conceder rango de “revolución” a los cambios acaecidos en Egipto. Los periódicos ya han lanzado las campanas al vuelo. Pero, cada vez más, todo apunta a una sucesión con cambio de cara. Recuerdo unas declaraciones de la siempre afectadísima Marguerite Duras, a la sazón comunista. Esta señora decía que apagaba la voz de las apariciones de los políticos en la tele y adivinaba, con el gestual silenciado de todos ellos, que no había gran diferencia entre unos y otros. Se pasaba un poco. Aunque esta vez la exageración lleva paradójicamente a la cautela. Como ya apareció alguna imagen de algún rufián con pretensiones de subirse a la carreta de heno de la política, los egipcios, sobre todo, han de estar atentos en todo. Han de desconfiar, sobremanera, de los bigotillos de algunos. A ver si las revoluciones van a ser tan evanescentes que sólo estén en las cabezas de los ilusos.

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