Año(s) Mahler

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Luis Suñén *

Este año volvemos a celebrar a Mahler. El pasado fueron los ciento cincuenta de su nacimiento y ahora los cien de su muerte. Eso quiere decir que, en buena medida, Mahler fue nuestro contemporáneo. Yo diría que parte del éxito que, independientemente de esas celebraciones, tiene hoy su música se debe también a que supera el concepto de modernidad –el modernismo de la época en que surge como saco en el que casi todo cupo– y nos llama por encima de las apariencias. Es religioso sin serlo, ama la naturaleza pero se sumerge en la vorágine de una vida profesional llena de agobios, su refinamiento choca a veces con un punto de  vulgaridad que le pertenece en exclusiva, reivindica lo popular desde la exigencia de la obra de arte que lo tiene como oficiante mayor del imperio austrohúngaro primero y del mundo entero después –cuando llega a Nueva York– aunque sea por poco tiempo. Se enamora de la mujer más deseada física e intelectualmente –las dos cosas unidas porque si no en ella no tendrían sentido–, esa Alma Schindler que compite con Lou Andreas Salome en lo que sería algo más que el imaginario de la cultura de su tiempo. Rilke y Nietzsche compartieron a Lou. Mahler, Gropius, Kokoschka y Werfel a Alma, en tiempos distintos o simultáneos. Para ninguno fue lo mismo la vida tras el encuentro con ellas, quizá menos para Rilke, acostumbrado a que las mujeres fueran más una fuente de auxilio económico que de placer y, desde luego –y nunca se lo agradeceremos lo suficiente– jamás perturbadoras de una vida hecha para la escritura, que se entrevera con ella como una obra de arte. Así sucede también con Mahler, que es un perfeccionista, probablemente, y como todo artista, un egoísta, pero que tiene en su Alma, al mismo tiempo, alguien a quien admirar más o menos y dejar de lado tontamente. La sombra de la madre, claro está, para el doctor Freud que le trató una tarde de paseo en Leyden y que dio en el clavo de las sombras familiares de los dos –el padre para ella–, del despiste sexual de él, de todo lo contrario en ella, de que todavía había tiempo… Pero era demasiado tarde porque él se moría y ella le engañaba ya sin disimulos mayores, aunque le quisiera, aunque tal vez hubiera dado todo porque el tiempo les regalara una oportunidad imposible.

Escuchar a Mahler hoy es revisar todo eso, la gran cultura europea, los desastres y los anhelos de un cambio de época a cuyo final quien sabe si asistimos entre desconcertados y perdidos. Meternos en los vericuetos de una naturaleza idealizada pero también en el interior de una vida puesta en el arte como jamás lo fue ninguna otra, que quiere ser transparente y, en efecto, lo es, desmiente la condición mentirosa del artista que tantas veces explica las cosas mejor que la de una sinceridad no siempre exactamente admirable. La obra de Mahler no es larga, se abarca casi de un golpe de vista. Es un reflejo de lo que somos y nos emociona extrañamente. Quizá, como a él el entierro de un bombero en Nueva York, como a Nietzsche un caballo maltratado por un hombre en una calle de Turín. Dos golpes al corazón, dos imágenes, curiosamente, cercanas a la muerte física o mental de sus protagonistas. Hay en Mahler mucha vida, la suya, la nuestra.

(*) Luis Suñén es escritor y editor.
1 Comment
  1. celine says

    Me arriesgo a ser casi vulgar pero sigo disfrutando del adaggietto de la 5ª como el primer día que lo escuché en la película de Visconti, Muerte en Venecia. Gracias por recordar al viejo Mahler.

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