Artesanos y artistas en la calle

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Julián Sauquillo

Los franceses nos llevan la delantera en apertura a la creatividad. A comienzos de los noventa, ya había en París un Día de la Música y otro Día del Cine. Todas las esquinas de la ciudad se llenaban de músicos. Plazas y calles, riveras y estaciones de metro se trufaban de músicos de todas las tendencias. También, con apenas unos francos, pagabas la primera entrada que se convertía en un pasaporte para franquear, con poco más, todas las fronteras de otros cines de estreno. Había que organizarse para aprovechar mucho un día que acabó ampliándose en otra jornada más para satisfacción del cinéfilo. Por aquel entonces, en cambio, en nuestra capital ya había cundido el “¡¡Circulen, circulen!!”.

La Plaza de Santa Ana, lugar de reunión habitual de los artesanos, fue evacuada de creadores bajo pretexto de que había que atender a las eventuales emergencias del Teatro Español. Así que, tras protestas, los artesanos fueron distribuidos de forma discreta en lugares menos visibles hasta su desaparición. El Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid quisieron mejorar, luego, su imagen con experiencias aquí inéditas como la Noche en Blanco y el Día del Teatro. Eran meras propinas de una muy débil actividad artística callejera. Iniciativas, más o menos populares, pero que, por extraordinarias, no han evitado que la calle siga siendo como una pista rápida de patinaje. Se quiere acelerar el paso de los viandantes y las caídas de suceden. El retraso judicial en la resolución para esclarecer qué autoridad tuvo la responsabilidad en un accidente ocurrido en la vía pública bajo un andamio mal instalado puede tardar –a fe mía– más de siete años. Pero, paradójicamente, la circulación viandante ha de ser vertiginosa y la justicia retardada.

Hay un temor municipal hacia las aglomeraciones y las plazas se empiedran. Cualquier seto vivo, parterre o bulevar es laminado bajo el adoquinado. El pavimento es desolador. Basta con pasear con un octogenario para observar la falta de bancos para calmar la agitación pulmonar y la flaqueza de las piernas del anciano. La calzada carece de carril de bicicletas y la acera es compartida por peatones y ciclistas con tanta habilidad como los acróbatas del circo. O tienes más cintura que el dandi de Baudelaire o acabas de bruces en el camadán, te hundes más tirado que en el tosco pavé de París. Sería mejor no salir de casa.

Los músicos, los artistas, las esculturas humanas intentan volver la calle un lugar habitable, algo más sosegado que el procurado por el urbanismo habitual. Pero las superficies desalmadas se suceden en la ciudad. La pista del arquitecto Álvaro Siza hacia el vacío escalonado de la Plaza de las Cortes parece una rampa rápida de descenso. No es casualidad que se estrenara con sucesivos acróbatas de tablas rodantes y patinetes. Las macetas que evitan, allí, se parta la crisma el viandante en una plataforma sin remate esperan ser sustituidas, sin fecha fija, por una balaustrada desde hace meses. Ya no hay forjadores como aquellos a los que acudía Gaudí. Rematar una barandilla de forja es “la obra de El Escorial”. El bulevar de Santa Bárbara ha visto también como se levantaba el frondoso y sombrío paseo para ser adoquinado hasta la saciedad, dotado de unos abstractos juegos infantiles y habilitado con unos incómodos bancos. Ahora la vegetación del bulevar es un concepto. Su histórica librería de libros de lance, antiguos y de segunda mano, situada en el centro del paseo, ha sido reemplazada por un kiosco funcional destacado por el diseño y su poderoso cristal. ¿Quedarán vestigios de su antigua existencia en mármol en el Museo de Madrid? ¿Qué hubiera dicho el bibliófilo Pio Baroja de su desaparición?

No hay razones de optimismo sobre la vuelta a la humanización artística de la ciudad. Cuantos artistas se interesan por una licencia de venta o de actividad en la vía pública reciben un “¡Hasta el 2012 no se prevé convocatoria!”. Pero ahogar las salidas profesionales de tantos creadores incrementa la economía sumergida inevitablemente. Condena a ella. Mientras tanto, la carencia de ayudas reales a los creadores y artesanos ambulantes deja sin sustento a una población importante. Se suceden los impedimentos a los músicos con reglamentos de prohibición de ruidos callejeros en la calle sin sentido (es legal un trombón pero están prohibidas unas maracas porque son instrumento de percusión). Los músicos abandonan, en estos días, la calle en el Día de la Música y, consecuentemente, se concentran en las magníficas Naves del Matadero en el Paseo de la Chopera. Y, finalmente, se quiere erradicar la mendicidad en la calle como si fuera un vicio voluntario de vagos y maleantes.

Me malicio que tanto deseo de vaciar la calle supone el retorno de la quimera de Thomas Hobbes: no puede haber viandante en la villa si no lleva la marca, la señal imborrable, del soberano, del poderoso. Sin permiso de la “autoridad competente”, mejor “¡¡Circule, circule!!”.

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