José Ramón Martín Largo *
Por primera vez, tuve o creí tener conciencia de hallarme en un siglo que no era el mío cuando vi por televisión el humo que envolvía a las Torres Gemelas, y con la misma sensación seguí perplejo el lento proceso hasta su derrumbe. ¿Qué mundo era ése, en el que tal cosa era posible? Después uno aprende a vivir con esa impresión de ajenidad, de extrañamiento, y a veces hasta llega a pensar que no hay para tanto, que en el mundo hay otros signos que todavía nos resultan reconocibles y en los que podemos reconocernos. Sábato conoció todo eso mucho antes, y no sólo una vez, porque su larga vida pasó por dos guerras mundiales y varias juntas militares. ¡Menudo siglo el suyo (el nuestro) que parece querer exigirnos un esfuerzo permanente para sentirnos cercanos a él! Y es que la humanidad, a despecho de los viejos ilustrados, no aprende. Esa ajenidad, ese perplejo extrañamiento ante los desmanes de la Historia, y la voluntad incansable, a veces desesperada, de experimentar un sentimiento de pertenencia, de seguir viviendo al ritmo que el mundo nos marca, constituyen el centro de la vida y la obra de Ernesto Sábato, que ahora también ha muerto, dejándonos un poco más desorientados. Con él se va otro de esos signos en los que podíamos reconocernos.
A Ernesto Sábato le publicaron El túnel en la colección Letras Hispánicas de Cátedra en 1978. Por esas mismas fechas, creo recordar, ahí también apareció Rayuela, de un tal Julio Florencio Cortázar. Se ha dicho siempre que ir a caer en esta colección equivale a convertirse en clásico, acontecimiento que a estos dos les llegó en vida, y al que Sábato, en virtud de su longevidad bíblica, ha sobrevivido felizmente más de un cuarto de siglo. Más de veinticinco años siendo un clásico le confiere a uno, digo yo, una respetabilidad fuera de lo normal con la que no debe ser fácil convivir. Y sin embargo el clásico también debe ir a comprar el pan, descorchar una botella de vino, realizar toda esa variedad de actividades cotidianas que nos hacen olvidar momentáneamente nuestra propia ajenidad y nos permiten ser parte de la marcha del mundo. La incredulidad hacia uno mismo, clásico o no, se hace así más soportable, y hasta es posible que llegue a convertirse en uno de los mayores y a la vez secretos placeres de la vida.
El testimonio que deja Sábato de su paso por el mundo, de su conflicto con él y de su pasión por amarle a pesar de todo, no es menor. Y es testimonio de un escritor de los que ya no hay, a saber, de los de la época en que todavía quedaban gigantes en el Walhalla, cuando del mundo de la cultura llegaban estrepitosas cabalgatas de walkyrias, cantos utópicos de sirenas, y también modestos informes de ciegos. Ahí quedan Sobre héroes y tumbas, Abaddón el exterminador y Nunca más, que también es obra, y principal, de Sábato, producto de la investigación acerca de las violaciones de los derechos humanos en Argentina en el período de las juntas militares. Todas ellas son parte de una épica apocalíptica, como no podía ser de otro modo tratándose de un hombre que se negó a ser parte y cómplice del extrañamiento del mundo, de la desidia y el silencio. Porque la realidad, esa amante inalcanzable, tiene en efecto sus exigencias, entre ellas la de sobrevivirnos, y la de dejar que la queramos sólo a distancia, permitiéndonos quizá algún breve acercamiento, una caricia, un momento de intimidad que, lo sabemos demasiado bien, tendremos que pagar caro. Así ocurre con María Iribarne, la misteriosa amante de Juan Pablo Castel en El túnel. Seguiremos buscándola, solitarios, por las calles de este siglo fantasma, intentando comprender sonidos, pesadillas, arquitecturas y personas. No sabemos si ella alguna vez accederá a estar visible, pero, aunque nadie lo ha probado, dicen que al final hay luz.
Luz es la que parece ser que veía Goethe antes de morirse. Prefiero verla ya apelando al optimismo que creo que no deben perder ni el arte ni la literatura. Muy bueno tu texto de sabor agridulce.