Ciencia y política o política científica, ésa es la cuestión

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Clara Eugenia Núñez *

Hace apenas una semana el Congreso aprobó una Ley de la Ciencia que se enmarca, como las dos recientes Leyes de Universidades (del PP la primera y del PSOE su reciente modificación), en la mejor tradición intervencionista y reguladora española. En esta última semana, también, un gran centro de investigación español (el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, CNIO) ha aparecido envuelto en una polémica pública entre su actual responsable científico y el MICINN, nombre improbable del Ministerio impulsor de la nueva Ley. ¿Qué podemos esperar los españoles de esta coincidencia? ¿Tienen algo que ver ambas cosas? En mi opinión, mucho y nada bueno: ni la Ley es lo que necesita la ciencia española para ser competitiva internacionalmente, ni una polémica de estas características contribuye a que se mantengan dentro del circuito internacional los contados centros que lo están intentando.

Lo que se necesita para hacer ciencia es relativamente sencillo: mentes capaces en un entorno que les permita desarrollar todo su potencial. De ahí que, si de verdad queremos hacer avanzar la investigación y el conocimiento, necesitamos atraer a este país a los mejores científicos del momento, y eso se consigue siendo un agente respetado en el mercado internacional de la ciencia y aceptando las normas, escasas pero meridianamente claras, que lo rigen. Esto supone, no sólo contratar a grandes figuras a golpe de talonario a cargo del contribuyente y producir un titular de prensa a beneficio del político de turno, sino también emplear a jóvenes que estén en su momento más fecundo, lo que resulta mucho más barato y quizá más productivo, aunque escasamente mediático. En España hay una masa crítica científica, relativamente abierta al exterior en determinados campos, muy productiva en términos de publicaciones, pero escasamente influyente en términos de impacto, que debería permitirnos atraer a esos jóvenes líderes innovadores en ciencia.

¿Por qué, sin embargo, nuestro país tiene dificultades para entrar en ese mercado internacional de científicos? Porque el marco institucional que tenemos, como pone de manifiesto la polémica en torno al CNIO, y el que establece la “novísima” Ley de la Ciencia no lo permiten. Lisa y llanamente los centros de investigación en España parecen diseñados ex profeso para mantenernos en una burbuja aislada de la gran ciencia, una burbuja que apenas consiguen traspasar algunos centros, y algunos investigadores, durante unos años antes de ser asfixiados y quedar reducidos a una anomia más. Muchos buenos investigadores españoles acaban desistiendo y acomodándose, aún a su pesar; algunos reemprenden la marcha al extranjero, donde ya han pasado etapas de su vida; muchos no vuelven a España; otros vienen de visita, a prestarnos su nombre, a cambio de un emolumento. Desde luego, los que no vienen son los investigadores de otras nacionalidades, que son el indicador más fiable de nuestro grado de integración en el mercado de la ciencia. Y según se alejan ellos de nuestras fronteras decae la estrella de los pocos centros que aspiran a ser verdaderamente competitivos y, por ello mismo, rentables económicamente. Al igual que los investigadores, los institutos que surgieron con esa vocación acaban atrapados en la burbuja institucional de la ciencia española y, lentamente, inician su decadencia para acabar siendo una institución innecesaria más a cargo del erario público.

En términos generales, y según la nueva Ley, nuestros institutos carecen de los principios básicos de un buen centro de investigación: un consejo rector independiente del poder político, consejo del que deben formar parte científicos de primer orden a nivel internacional y en el que pueden estar presentes las empresas líderes en el sector, y un director independiente de reconocido prestigio, responsable de su gestión, de sus éxitos y fracasos, ante dicho consejo.  Las decisiones de carácter científico, a quién se contrata y en qué condiciones, que equivale a decir “sobre qué se investiga,” corresponden a este Consejo y al Director que las propone y las ejecuta. La Administración, entiéndase el Ministerio o la Comunidad Autónoma de turno, pueden y deben estar presentes en el Consejo, pero nunca tener un control sobre decisiones que nos les competen y que serían incapaces de tomar eficazmente por carecer de la más elemental cualificación para ello. Su única misión consistiría en garantizar al contribuyente que sus impuestos “generan conocimiento” es decir, que el instituto obtiene resultados. Y en consecuencia el responsable político apenas debe hacer nada más que dirigir los fondos públicos, que administra en nombre y por delegación de los ciudadanos, hacia los institutos que cumplan su misión y que generen conocimiento, ese conocimiento tan necesario para el bienestar social.

¿Cómo se determina cuáles son esos institutos? De la forma más sencilla posible: estableciendo unos objetivos y midiendo los resultados. Pero además, el poder público debe contribuir de forma activa, solucionando todas aquellas trabas que la profusa legislación española impone a nuestros centros de investigación y que les impide internacionalizarse: proponiendo la supresión de leyes que obstaculizan el mecenazgo o la financiación privada, tema éste que ha desatado la crisis entre un CNIO que buscaba ser más competitivo y un MICINN adocenado y ordenancista; no incurriendo en definición alguna de “carrera científica”, definición que no hace sino levantar barreras que nos aíslan del mercado internacional de científicos y reduce su movilidad; y, sobre todo, reconociendo que los institutos de investigación no son, quizá debería decir no deberían ser, una institución más en la que colocar a los amigos políticos. Si algo daña mortalmente nuestras perspectivas de ser verdaderamente competitivos en ciencia es la arbitrariedad política que favorece nuestro marco institucional, que tanto margen de discrecionalidad permite a los políticos y tanto constriñe a los científicos. Diez, quince, veinte años de buen hacer, pueden venirse abajo con una sola actuación que ponga de manifiesto la falta de independencia de dichos institutos con respecto al poder político.

Si queremos hacer ciencia favorezcamos un entorno institucional adecuado al margen de la política. No hay más que dirigir la vista a las Universidades españolas, o al propio CSIC el gran, por tamaño que no por resultados, centro científico del país, para advertir a dónde les ha llevado su politización e instrumentación por unos partidos y otros. El CNIO, con sus aciertos y errores (no hay que olvidar que en ciencia unas veces se acierta y otras no), es uno de los centros que aspiraba a situarse en ese ámbito internacional. Sus dificultades actuales son una muestra del poder corrosivo de la “política” en la ciencia. En los últimos años ha habido otros intentos de establecer institutos de primer nivel, los únicos que pueden satisfacer las necesidades de la sociedad y hacernos más competitivos en el futuro. Sobre todos ellos pende la insaciable voracidad del político de profesión que recela de su independencia y ve en ella un obstáculo a sus ambiciones. Quizá deberían todos reflexionar sobre ello. Como ciudadana y como investigadora lo tengo claro: autonomía científica o mediocridad; ésa es la cuestión.

(*) Clara Eugenia Núñez es catedrática acreditada de Historia Económica en la UNED. Fue directora general de Universidades e Investigación de la Comunidad de Madrid.

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