Anotaciones al margen (sobre Gil de Biedma)

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Shirley Mangini *

A una, de vez en cuando, le entra el morbo y saca sus viejos manuscritos que no ha mirado en muchos años para revivir la experiencia intelectual o para ver cómo ha cambiado su modo de pensar y su estilo después del tiempo. Hoy se me ocurrió sacar un manuscrito amarillento con la encuadernación rota que escribí hace unos treinta y cinco años. De aquellas vetustas hojas salen recuerdos que por su lejanía, parecen fantasmales; pero no son mis ideas, escritas a máquina, lo que produce el efecto de ver espíritus. Lo que me provoca esa sensación son unos comentarios que se encuentran en los márgenes, escritos por dos seres que leyeron el manuscrito, uno desaparecido hace ya más de veinte años y otro, hace unos pocos.

El manuscrito, una tesis doctoral presentada en 1975, que más tarde se convertiría en un librito llamado, simplemente, Gil de Biedma (1979), fue leído en su día por el poeta del título y por otro bardo, muy amigo de aquél y buen conocedor de su obra, Ángel González.   Los comentarios de Jaime Gil son, más bien, reflexiones sobre su obra, objeciones ante mis opiniones, y aclaraciones sobre los escritores que le influyeron al escribir sus poemas. Los de su amigo son, sobre todo, correcciones de estilo, aunque en algunos momentos, revelan la complicidad que Ángel sentía con sus coetáneos en la tarea “social” (eufemismo para encubrir las intenciones políticas) que plantearon al componer sus versos.

Uno de los comentarios de Jaime Gil, en los márgenes del manuscrito donde yo comento sobre su lenguaje poético, es sobre otro gran poeta y un editor visionario, también desaparecido hace más de dos décadas: “Hace años, Carlos Barral solía decirme en broma que yo no escribo en castellano; que escribo en gildebiedma, un dialecto segoviano-barcelonés”. Esta anotación me suscita un flashback de los días de verano en la terraza del bar de Carlos Barral, en Calafell, junto con Joaquina y Juan Marsé y Ricardo Muñoz Suay; de Jaime en su casa familiar de Nava de la Asunción -donde él se reía de su clase social, al parodiar al mayordomo cuando le decía “El señorito está servido”-y de él en su casa de Ultramort. Pero sobre todo, la marginalia de Jaime (más bien, auto-marginalia) recuerda cómo a través de sus meditaciones cerebrales y su vasto conocimiento de la poesía española (sobre todo su admirado Jorge Guillén); la inglesa (de Eliot y Auden, entre ellos); y la francesa (de Mallarmé) construía versos sobre el recuerdo de los amores apasionados* y los rencores furibundos –sobre todo, anota en el manuscrito,  la “decepción ante la evolución de la historia del país” en los años cincuenta.

Sus comentarios resaltan la mala conciencia –como describe en el primer poema de Moralidades: “a vosotros pecadores como yo…señoritos de nacimiento por mala conciencia escritores de poesía social”– y su resistencia ante el régimen. De su poema “Idilio en el café” –que yo había interpretado como un “anhelo angustioso de detener el tiempo”–, apunta Jaime: “El asunto del poema es la tentación opresiva de vivir en un mundo en el que todo ha quedado de antemano –para decirlo con palabras de Franco– ‘atado y bien atado’:  el futuro y el presente han sido hipotecados por los Padres –los que ganaron la guerra– para mantenernos a todos en el pasado”, y añade que la “obnubilación de la mente como consecuencia del miedo –concretamente, del miedo a un interrogatorio policial”– también prevalecía.

O sea, la poesía sugerente, irónica, del poeta, donde demuestra un acercamiento a –alejamiento de– los sentimientos (que recuerda el verfremdungseffekt brechtiano, en cierto modo) de Jaime Gil de Biedma se debe no sólo a su deseo de contrarrestar el efecto demasiado íntimo, demasiado autocompasivo de la confesión autobiográfica, sino también al deseo de desdibujar su homosexualidad ante los censores imbuidos en la extremada homofobia franquista, además de, por supuesto, no poner en evidencia su compromiso con los disidentes.**

Y su modo de conseguir este acercamiento/alejamiento, era, según el mismo poeta, adaptando lo que él consideraba el máximo logro y la originalidad del poeta Guillén –evidenciado en su ensayo crítico de 1960, Cántico. El mundo y la poesía de Jorge Guillén.  En el libro, Gil de Biedma habla de que “el lenguaje nos entrega al mismo tiempo el pensamiento y la actividad de pensarlo”. Como explica Jaime en las anotaciones sobre el procedimiento guilleniano, él buscaba conseguir en su poesía monologantela transposición artística del ritmo y el discurso del ‘pensamiento en acto’, es decir: del ‘pensar’”. Pero aclara en sus anotaciones en el manuscrito: “el pensar de Guillén es muy distinto del mío –exactamente opuesto; quizá por eso yo vi en su poesía, durante mi adolescencia, una tabla de salvación y el antídoto de mis melancolías depresivas– pero la finalidad a que responden su estilo y el mío es idéntico”.

En un apartado donde quise atribuirle la influencia de Cernuda en sus poemas reflexivos, Gil de Biedma precisa su objeción, insistiendo en la influencia de Guillén: “…aunque he escrito muchos poemas en que reflexiono acerca de mi experiencia y hablo conmigo mismo, nunca he empleado la segunda persona del verbo, que es la forma verbal favorita de Cernuda en sus poemas reflexivos. Cernuda se habla a sí mismo, yo no. Posiblemente, en eso he heredado también de Jorge Guillén, quien me hizo una vez observar, hace muchos años, que en todo Cántico no se dirige ni una vez a sí mismo en segunda persona”.

Al hablar del libro Moralidades en el manuscrito, cometo la ingenuidad de decir que el poeta expresa la idea de que “el hombre es bueno y el mundo salvable”. He aquí la nota de Jaime –que ya tenía más o menos 45 años– al respeto: “yo calificaría mi posición actual de escéptica, aunque llena de buenos deseos; pero no hay duda de que hace doce años [publica Moralidades en 1966] era bastante más positiva”. Y con este libro se empieza a acusar la intensa ironía que caracterizaría al poeta de Moralidades. En otro de mis muchos lapsus ingenuos, yo lanzo una idea tajante –que el poeta llama “excesiva”– al observar que Jaime Gil tendía a decir las cosas como las siente; el poeta anota: “No hay ninguna garantía de que eso [lo que aparenta expresar] lo haya sentido alguna vez el autor. La sinceridad de un poema es siempre engañosa, en lo que al autor respecta”.

Pero Jaime no sólo pone en duda la sinceridad del poeta, sino también sospecha de los sentimientos del lector ante su poesía en cierto modo (la auto-censura característica de su generación), sobre todo cuando se trata de los poemas que evocan asuntos sentimentales. Describe sus reservas en sus anotaciones sobre el poema París, postal del cielo: “La caracterización de la juventud como los años ‘de abundancia del corazón’ pierde algo de su sentimental solemnidad, por la referencia a la conocida frase latina [Ex abundantia cordis os loquitur] que, además, sirve irónicamente de excusa de lo que el poema cuenta”. Y sigue demostrando su recelo ante el lector con sus habituales frases salpicadas de inglés: “El hablante está aún ‘self-conscious’ y un poco a la defensiva: generaliza, exagera irónicamente para reflejar la intensidad de los sentimientos juveniles –‘sentirse más libre’… Está todavía hablando ‘tongue in cheek’.  No se ha olvidado aun de sus oyentes: ‘casi’ es, más o menos, el último signo de reticencia irónica”. Sigue sus observaciones sobre París, postal del cielo; a pesar de confesar que “intentaba salvar un bello recuerdo”, explica que como “relato hecho a un grupo de amigos (…) se concibió [el poema] como una parodia irónica del celtíbero que se pone lírico recordando lo bien que lo pasó cuando estuvo en París y los planes tan maravillosos que tuvo”. El auto-conocimiento, tan anhelado por el poeta, es elusivo; cuando yo concluyo en el texto que los monólogos dramáticos de Jaime Gil “dejan ver a un personaje que ha llegado a entenderse a sí mismo,” anota lo siguiente: “uno nunca ha llegado: está siempre llegando”.

Cuando Jaime trata el tema del amor –que tanto le preocupaba al poeta, famoso por sus conquistas, como las controversias de los últimos años atestiguan– anota que sus descripciones de lo que él llama “trabajos de amor disperso”, “quizá sean los que proporcionan los recuerdos más bellos”. Explícitamente, de Días de Pagsanjan, apunta que “es el recuerdo de unos días de estricta felicidad sensual y erótica”. Al hablar de su poema que más explícitamente describe su trayectoria hedonista, Pandémica y Celeste, explica en el margen del texto los orígenes del poema: “En mi poema lo bello en sí mismo –hacer el amor con igual deslumbramiento que a los veinte años– es más o menos el punto de partida. Y mi escala amorosa es circular: en el cuerpo de mi amor, ‘integra imagen de mi vida’, contemplo y amo todos los cuerpos que he contemplado y amado en mis encuentros anónimos, y en estos contemplo el cuerpo de mi amor verdadero –la ya final decadencia física será la cifra de la de todos los cuerpos que ‘una vez ame aunque fuese un instante’, y del mío propio”.

Más tarde Jaime y yo nos encontramos para discutir algunos de los temas surgidos a raíz de sus anotaciones, y de allí salió el manuscrito definitivo que constituyó el primer acercamiento crítico a su obra. Pienso que algunos de los comentarios de Jaime que apunto aquí pueden servir a los estudiosos; para mí fue aleccionador dar este paseo hacia atrás, hacia el pasado poético, hacia el contorno intelectual y amistoso de Jaime Gil de Biedma por medio de este amarillento manuscrito de mi juventud.

(*) Shirley Mangini. Escritora y  profesora emérita de Literatura española. Su última obra, Maruja Mallo y la vanguardia española, está a punto de apaprecer en España.

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