La ópera según Gerard Mortier

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Carlos García Valdés

Portada del libro 'Dramaturgia de una pasión', de Gerard Mortier. / akal.com

El nuevo director artístico del madrileño Teatro Real, Gerard Mortier (Gante, 1943), acaba de publicar un libro que viene a representar una proclamación reflexiva de sus creencias, desde el punto de vista de la puesta en escena de las representaciones operísticas. El texto se titula “Dramaturgia de una pasión” (Akal, 2010) y es, además de una especie de biografía musical, un diario de sus creaciones. Edición de lujo, con multitud de excelentes y cuidadas fotografías, la obra se lee con facilidad y parece destinada no únicamente a los entendidos. De larga experiencia profesional, con más de treinta años en importantísimos teatros y festivales europeos, como La Monnaie, Salzburgo o París, donde siempre dejó controvertida huella, la contratación de Mortier por el coliseo de la capital de España -y sus primeras realizaciones- no han estado exentos de polémica.

La estética rompedora y, en ocasiones genial, de nuestro personaje es conocida en este mundo especializado. De direcciones convencionales y respetuosas con los guiones originales, muy de la época, se ha pasado a otras que chocan con la expresión habitual, a veces, en extremo, motivo de concretos y expresivos rechazos por parte del público.

Este modo de actuar, de “sacudir las rutinas”, como el mismo dice, no es exclusivo de Gerard Mortier. Sólo quiero reseñar dos montajes de óperas clásicas, no citadas en el libro que, en su momento, uno lejano y otro muy reciente, tuvieron resonante éxito de crítica y espectadores. El Rigoletto de Jonathan Miller (1982) y la Carmen de Dante Ferretti (2009) son ejemplos de esta moda de emplazar la escena en tiempos diversos de donde fue originalmente creada. La ópera de Verdi se situó en el Chicago de los gángsters de los años treinta y en la de Bizet se trastocan los militares del regimiento de dragones, de guarnición en la capital sevillana, por guardias civiles. Los cambios no alteraron el profundo sentido de ambas obras maestras de la música ni exigieron intervenciones forzadas ni comprometidas, en ocasiones rozando el ridículo, de los cantantes como sí efectúa, por el contrario, en ciertas ocasiones, Calixto Bieito.

Por el contrario, el planteamiento creativo de Mortier ha ocasionado algunos problemas. No todo el mundo está de acuerdo con el dudoso radicalismo de algunas de sus propuestas y de ahí la dudosa acogida de las mismas al no convencer a muchos. Tampoco pueden olvidarse sus discrepancias conceptuales con artistas de la talla de un Plácido Domingo o un Marcelo Álvarez, asuntos no todos definitivamente resueltos.

El libro no engaña a nadie. El autor desgrana sus sentimientos, su auténtica pasión como titula su obra, a lo largo de siete capítulos, a los que se añade un magnifico apéndice de historia y actualidad de las salas de ópera de Victoria Newhouse, y completos índices. A lo largo de los apartados Mortier trata de lo que denomina “la dramaturgia”, bien del género teatral, de la arquitectura y del lugar, de la obra o de la programación; bien “la fuerza del canto” y ello referido, claro es, a sus experiencias anteriores a su actual empleo en Madrid.

Partiendo de Claudio Monteverdi sin el cual no se hubiera impuesto la música cantada como género teatral, al decir literal de Mortier, se inclina por lo que llama una ópera política, o sea de los ciudadanos nacionales y por eso la francesa, a diferencia de la verdiana o wagneriana, no tiene, en principio, ese carácter. Después se analiza en el texto la relación entre la obra y el local de su representación, necesariamente puesto en relación simbiótica, de tal forma que los sitios han de influir en la programación y lo mismo acontece con esta última, en el sentido de adaptarse a los tiempos modernos, presentando menos óperas de las llamadas de repertorio e inclinándose por las de trazo más reciente. Otra cosa es que la tendencia tradicional sea un síntoma de decadencia, como sostiene el autor, pues en esto caben opiniones encontradas. Hay óperas del siglo XX, dodecafónicas, ruidosas y sin ritmo musical, que no pueden competir con las clásicas, se diga lo que se diga.

Gerard Mortier. / Wikipedia

En cuanto a la obra en sí, Gerard Mortier se muestra contrario a la alteración por los cantantes de las notas originales escritas por el compositor, poniendo como elementales ejemplos las agudas de Rigoletto o de La Traviata, inexistentes en las correspondientes partituras. También podría añadirse, a este respecto, las de El Trovador y tantas otras. Por ello, menciona a Riccardo Muti como un director estrictamente tributario de las partituras. Todo puede discutirse. La tradición siempre tiene algo que decir en este campo. Si los intérpretes, los directores y el público han asentado estas modificaciones puntuales, algunas realizadas en vida de los propios autores de las óperas, no alcanzo a ver la impertinencia de la correspondiente addenda. Si se defiende la trasformación excesiva de la escena, no veo porque se denuesta la de la música cuando fue aceptada expresamente por los músicos. Y en cuanto al maestro napolitano, hoy titular de la orquesta de Chicago, no debe echarse en saco roto que, siendo grande, también ha sido especialista en “quemar” tenores, y si no que se lo digan, a este respecto, al primer Alagna, al recientemente desaparecido La Scola o a Licitra.

El capítulo dedicado a los medios de comunicación es todo un acierto. Defiende Mortier la conveniencia del cine y del DVD en el mundo operístico. De ello no tengo muchas dudas. Basta con traer asimismo a colación unos pocos ejemplos de películas, no citadas por el autor pero imprescindibles. Son así excepcionales las versiones de dos obras de Mozart, Don Giovanni de Joseph Losey (1979) -que auténticamente abrió la senda- y La flauta mágica de Kenneth Branagh (2006); de Gounod, Roméo y Juliette de Barbara Willis Sweete (2002) o de Puccini, La Bohème de Robert Dornhelm (2010). Mas recientemente, la exhibición de óperas en plazas y espacios públicos mediante grandes pantallas, así como el llamado palco digital, son medios de divulgación válidos de este espectáculo inigualable.

En cuanto al canto, Mortier defiende, con todo acierto, dos premisas con las que me muestro plenamente de acuerdo: que no hay nada de artificial en alguno de los mejores intérpretes, que se identifican con el alma de los personajes, citando entre ellos a un tenor que fue el mío durante décadas: Jaime Aragall, metido en la piel del Alfredo de La Traviata; y en segundo lugar, que la fama del cantante no es lo más interesante sino “el timbre de su voz, la musicalidad, el talento en escena y la capacidad de expresar el sentimiento”. Y al igual que tiene sus diferencias con reconocidos divos, es de justicia apuntar en su haber la apuesta que en su momento llevó a cabo por emergentes cantantes, tales como Alicia Nafé, Bryn Terfel o Jonas Kaufmann, hoy estrellas indiscutibles de la escena operística.

Entre los apéndices finales destaca el que recoge, para recordarnos la magna obra del autor, las doscientas producciones durante el mandato de Gerard Mortier al frente de los teatros de ópera en los que ha desarrollado su labor profesional.

Escasos en nuestras librerías los libros que tratan sobre la ópera en cualquiera de sus manifestaciones, el presente es necesario para conocer la opinión discordante y justificada de uno de los especialistas más destacados del momento en la selección y puesta en funcionamiento de obras significativas del panorama musical cantado. Máxime cuando desempeña su elevada tarea en nuestro Teatro Real.

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