Zapatero, ‘El sentido de un final’

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Francisco Serra

José Luis Rodríguez Zapatero durante el acto de sanción de la reforma de la Constitución. / moncloa.gob.es

Un profesor de Derecho Constitucional leyó la última novela de Julian Barnes, El sentido de un final, una amarga historia sobre la fragilidad del recuerdo, la vejez y la muerte, aunque revestida de su siempre agudo sentido del humor. El título era el mismo de uno de los más célebres libros dedicados al estudio del “arte de la ficción”, el que hace unos años escribiera Frank Kermode. El profesor aún recordaba su apasionada lectura de la breve recopilación de ensayos, en la que, tomando como punto de partida el Apocalipsis, se desgranaba la esencia de la técnica narrativa.

En el mundo occidental, el tiempo se ha contemplado siempre desde la perspectiva de un término en el que la historia alcanzará cumplimiento. Desde la época de instauración del cristianismo todo el devenir humano ha sido visto como la realización de una promesa, próxima venida de un Apocalipsis que constituirá el fin definitivo e inicio de una nueva era de felicidad. Mas el “fin de la Historia”, que no ha arribado con el advenimiento de la democracia occidental como forma política predominante y extendida por toda la Tierra, sino con la “formación de la sociedad económica” mundial, ha llevado a convertir el discurrir de los acontecimientos en una sucesión sin sentido. No hay final, porque no hay verdadero comienzo y solo actuamos “como si” estuviéramos en camino hacia algún lugar, cuando lo único que existe es un movimiento sin ninguna meta que sea posible alcanzar.

Para el crítico inglés, las novelas aún precisarían de un final, el capitán Ahab debería sucumbir en la persecución de la ballena blanca y Ana Karenina precipitarse hacia las vías del tren. La posmodernidad, por el contrario, nos ha traído un perpetuo presente, en el que no hay un objetivo que perseguir, sino un continuo vaivén de noticias que en seguida desaparecen. Al tiempo de la Historia ha sucedido de nuevo el “tiempo cíclico”, en el que las crisis económicas y las elecciones periódicas producen un sacrificio ritual de los líderes y su sustitución por otros, solo en apariencia distintos de los anteriores.

Zapatero, sin ser consciente de ese carácter inevitable de la política actual, parece empeñado en evitar el Apocalipsis, que él en su delirio identifica con el rescate por la Unión Europea. Le “cueste lo que le que cueste”, imbuido de su espíritu redentor, propicia una reforma constitucional puramente “retórica”, una incorporación al escudo antimisiles patrocinado por Obama, tal vez ni siquiera exigida. Zapatero, en su laberinto, ha perdido contacto con la realidad y únicamente encuentra apoyo a sus proyectos mesiánicos de salvación de la patria en las conversaciones con Mariano Rajoy, quizás esperando que en el futuro también le pida consejo, cuando esté “en el reino de los cielos”.

Las “buenas intenciones” que en sus primeros años de mandato llevaron a Zapatero a acometer medidas arriesgadas como la súbita retirada de las tropas de Irak y la ampliación de los derechos de los ciudadanos ahora lo fuerzan a convertirse casi en líder del Partido Popular mientras permanece a la cabeza de un gobierno socialista. Para evitar que se lo considere un títere manejado en la sombra por el candidato de su partido, adopta decisiones nada meditadas ni sometidas a la necesaria consulta de sus compañeros y de la opinión pública en general.

En su larga agonía, Zapatero puede conducir a su formación política a una derrota catastrófica y, como les ha sucedido a otros políticos en el momento de su caída, convertir su propio declive en el derrumbe de su partido. En los últimos tiempos, Zapatero se ha convertido en un personaje de ficción, similar al protagonista de una novela (la más perfecta y compleja que ha existido), que en el momento de desaparecer recobraba una cordura que quizás nunca tuvo. Nadie recordaría por sus hazañas a Alonso Quijano, por mucho que se le calificara de “bueno”, y hoy nos parece más una invención de Don Quijote de la Mancha que un ser real. Nadie se considerará heredero de las hazañas del último Zapatero y hasta sus propios correligionarios parecen volverse hacia la figura, ya algo venerable, cuasipaterna, de Felipe González, que desoye esas llamadas, porque está más ocupado en sus negocios personales que en la política partidaria.

Zapatero se arriesga a tener un “triste final”, nada trágico ni apocalíptico, sino el propio de las novelas del presente (sin presentación ni desenlace, y que discurren, ahora sí, como un “espejo a lo largo del camino”), simplemente convertido en un superviviente, relatando en voz baja a sus colegas del Consejo de Estado, tras una tediosa sesión del supremo órgano consultivo, aquella noche (quien recuerda si oscura y tormentosa) en que recibió una llamada telefónica…

1 Comment
  1. Jna says

    Muy bueno

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