Las actuales relaciones sociales como pugilato

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Julián Sauquillo

'Dempsey and Firpo' (1924), cuadro de George Wesley Bellows. / Wikimedia Commons

No sé si nuestros representantes viajan en metro y tren de cercanías. Lástima que no los frecuenten. Pues basta echar un vistazo a los transportes de cercanías para ver que la gente va ya sin aliento. Están desfallecidos, al final de la carrera, y ya no basta con el entrenamiento. Este agotamiento choca con la sofisticación de la preparación deportiva de los políticos más conocidos. Del esquí a la hípica, de la carrera de fondo a la natación, el paseo a paso rápido es la educación física más liviana entre nuestros políticos.

Quién más avieso resulta es Putin que no descuidó ni la defensa personal –cinturón negro de judo- ni el boxeo. Pero me temo que en Rusia, como en España, sólo él y pocos más saben en qué round nos encontramos. Algo imprescindible para calibrar el esfuerzo, para dosificarlo, y no sufrir un KO. La subterránea gente del metro sólo sabe que va perdiendo a los puntos. Por el momento, la multitud se engancha a una realidad hostil para tener un resuello antes de caer en la lona y sufrir la cuenta atrás. Pero no sabe si se encuentra en la mitad del combate o en el último round. Hay auténtico miedo al zurdazo, al gancho, del paro o la desprotección social.

Antes, el boxeo “en la calle” era extraordinario. Cuando subes a El Barolo, el edificio de mayor altura construido en Buenos Aires después de la Primera Guerra Mundial, escuchas que sirvió para ir informando a Uruguay con un foco de luces -roja y verde- cómo iba el combate por el título mundial entre un argentino y un americano en Nueva York. El boxeo era la interrupción de la vida social, para un pueblo absorto en un combate pasajero, y no una presencia constante y socializada por todas partes. Tras el 82, Alfonso Guerra debió maliciarse de que el boxeo podía extenderse muy rápido, de las relaciones laborales a todas la relaciones sociales, pues llegó a prohibir sus retransmisiones. Había que acudir a una televisión de pago para ver algo.

Desde luego, el boxeo más o menos extenso por la sociedad, solo para aficionados o con todos en la lona, siempre tuvo mucho de amaño de resultados, de apuestas arregladas y de extorsión. Ha sido muy cutre y todo un género cinematográfico lo ha mostrado. El pintor Eduardo Arroyo narró magistralmente el calvario deportivo y el martirio económico del peso pluma Panamá Al Brown, en un homenaje a quien se astillaba los brazos en la lucha con plena admiración de los surrealistas. Pero la pelea a puñetazos tuvo algo noble que el escritor Maurice Maeterlinck elogió: quienes se pelean sin el conocimiento del movimiento de piernas y brazos, sin la protección de un cuerpo girado, se matan. Mientras que los que han adquirido el arte del combate pueden sacar al contrario del cuadrilátero pero no le eliminan. El contrincante es el rival, no el enemigo. Quizás, debido a este factor protector del boxeo, no sea malo que tenga su sitio deportivo en todos los centros de estudios jurídicos, como ocurre, bien  a la vista, en los pasillos de la excelente Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.

En todo caso, de la miseria a la nobleza del boxeo, de su restricción a su extensión social sin cuento, no hay mejor puesta al día del pugilato hoy que las fotografías de Andrea Santolaya, con prólogo del boxeador amateur y maestro de filósofos Alexis Philonenko (Round, París, Éditions L´Harmattan, 1998; traducción de Carmen Pérez Sangiao. Madrid, La Oficina, 2011, 39 euros). Son retratos en blanco y negro de los mismos personajes que hemos visto muchas veces en los trenes de cercanías pero curtidos en los golpes y con la movilidad que da la comba. Todos han sido retratados en el descanso del diario combate. Aguardan. Tienen caras de saber mucho de la vida, de sus trampas, de sus encarnizamientos, de sus violaciones, afrentas y encerronas humillantes e indignas. Pero sus musculaturas, más o menos visibles, les dan un orgullo y una capacidad de desafío singulares. Hay hombres y mujeres que esperan les toque acudir al duelo. El más chaparro ha abandonado la deformidad a golpe de entrenamiento. Ellos, con el torso desnudo, casi siempre; ellas, pulcramente tapadas. Unos ya arropados con sus defensas de cuero. Otros sin casco, sin guantes, descalzos. Requerirían un tiempo para saltar. Pero aguardan el cártel anunciador de un titulo a disputar. Están posando, con un pie ligeramente adelantado que les da gallardía o dejan desplomados unos pesados brazos que anuncian la pegada en cuanto sean elevados. Toda esta gente tan triste como dignificada por el entrenamiento deportivo son de minorías culturales. No son blancos prometedores. Me cuesta creer que tengan traje o alguna corbata. Carecen, no cabe duda, de pajarita. Nunca han estado en recepción noble y menos acudieron a algún cóctel estupendo. Son como los usuarios de los trenes de cercanías. Les falta sueño, carecen de futuro y ya han visto algunas vejaciones en la lona de la vida. No esperan que alguien les defienda. Y poseen toda la dignidad en su mirada.

Alexis Philonenko compara a estos boxeadores con los dioses (“Los boxeadores y los dioses”). Y pone de manifiesto cómo el boxeo sublima -“romantiza”- la procedencia de clase y la relación que los boxeadores tienen con el dinero. Por el momento, sabemos que el acto humano de dar golpes y fintar para engañar al contrario es un “drama lírico entero y completo”. También que la carne del “ring” sale de los trenes de cercanías. No descuidemos el orgullo de esta gente. Pues no hay situación de acorralamiento, de sonado por múltiples golpes, que no permita al boxeador por el que nadie apostara sacar un golpe diabólico, certero y definitivo. Así es la vida y no hay enemigo pequeño.

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