Un «Gobierno de iluminados» para el año del desánimo

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Francisco Serra

Foto de familia del gobierno presidido por Mariano Rajoy. / lamoncloa.gob.es

Un profesor de Derecho Constitucional asistió a una comida en la que una amiga celebraba su próxima jubilación. Después de más de cuarenta años en la función pública, aún podría haber seguido trabajando durante algún tiempo, pero el recorte de su salario y el empeoramiento de las condiciones laborales la habían llevado a solicitar el retiro de forma anticipada. Unos días después fue a visitar al médico que venía atendiendo a su madre desde hacía casi treinta años y este le comunicó, apurado, su intención de cerrar la consulta antes del verano. También había recibido a comienzos de enero una llamada del pediatra al que llevaba a su hija cuando tenía alguna enfermedad especialmente persistente, rogándole se acercara a recoger un informe en el que se detallaba el historial de la niña, porque iba a vender el piso en que atendía a los pacientes y se limitaría a llevar algunos casos en un sanatorio privado.

Algo desanimado, además, por un persistente catarro, el profesor se dirigió a la farmacia y, cuando ya le iba a tocar la vez, una mujer de mediana edad entró apresurada y, sin esperar su turno, le urgió a la dependienta para que le despachara rápido un remedio contra la diarrea, porque estaba siguiendo un tratamiento homeopático y,  a última hora de la mañana, había leído en internet que podía interactuar con el queso manchego, que a ella le gustaba mucho y del que se había tomado un bocadillo hacía un rato. La boticaria la atendió, sin rechistar, mientras intercambiaba una mirada de complicidad con los demás clientes.

Por la tarde, el profesor vio en el ordenador las últimas ocurrencias de los recién nombrados ministros. Cada día comparecía en el Parlamento o ante la prensa algún gobernante anunciando nuevas medidas para reformar la economía, la justicia, la educación del país, contradiciendo la mayoría de las veces lo que había proclamado otro de los miembros del gabinete. Incluso algunos líderes autonómicos se sumaban a la “tormenta de ideas”, proponiendo sanciones contrarias a la Constitución.

Hacía casi treinta años que un partido político no había afrontado unas elecciones con tantas garantías de éxito y teniendo la posibilidad de preparar el relevo en el poder con mayor tranquilidad. Sin embargo, ningún gobierno en los últimos tiempos había actuado con mayor improvisación, contradiciendo el programa con el que había concurrido a las urnas ya desde sus primeras iniciativas. Personas que en apariencia eran competentes consideradas de forma aislada, daban la impresión de actuar de forma incoherente, sin la necesaria coordinación, presentando propuestas poco meditadas.

A la semana siguiente, el profesor viajó a Oporto y en la librería Lello, la más bonita del mundo, compró una de las últimas obras de Gonçalo M. Tavares, perteneciente a la serie conocida como El Barrio, en la que de forma nostálgica utiliza a algunos de los autores más relevantes de la literatura del siglo XX para ironizar sobre la realidad actual. Las figuras del señor Brecht, el señor Kraus, el señor Kafka, el señor Eliot, como él los denomina, le sirven de pretexto para criticar la cultura contemporánea. Los escritores que aparecen en sus libros rara vez dialogan, limitándose a emitir cada uno su discurso, de tal modo que proporcionan una imagen fragmentada del mundo, que es entendido como una pequeña barriada en la que los personajes habitan en viviendas próximas, pero sin crear un espacio común.

El gobierno español, pensó el profesor, mientras devoraba una riquísima francesinha, también daba esa misma impresión de ausencia de proyecto colectivo, pues el que tenía que proporcionar la necesaria cohesión, el señor Rajoy, permanecía casi siempre silencioso y solo parecía sincerarse en presencia de otros líderes europeos. El plato que el profesor estaba degustando, típico de esa ciudad portuguesa, estaba formado por pan y muy diferentes tipos de carne, bañados en una salsa que le proporcionaba un sabor característico. Eso es lo que parecía faltarle al gabinete del partido popular, formado por ministros “sabrosos” (el señor Gallardón, el señor Guindos, el señor Montoro, el señor Wert…), pero que carecía de una perspectiva general y de ahí los frecuentes desmentidos y rectificaciones.

El Partido Popular había obtenido una abrumadora mayoría en las últimas elecciones, en gran medida por el deterioro de la situación económica, pero hasta ahora para solucionar esa cuestión  solo había utilizado remedios homeopáticos, combatiendo la crisis “con más crisis”, con más austeridad, lo que impide el crecimiento y además puede interactuar con el paro, provocando un incontenible debilitamiento del afligido paciente. El señor Rajoy, alarmado, ha acudido a la cumbre europea en busca de un producto mágico para evitar la deshidratación, pero la boticaria Merkel se ha negado a dispensarle el medicamento sin la necesaria receta, los nuevos presupuestos y la reforma laboral, que van a provocar, de modo inevitable, una huelga general.

Como maniobra de distracción, varios ministros han avanzado un programa de contra-reformas de escaso coste económico, pero que van a provocar el efecto indeseado de movilizar a sectores del desmotivado electorado socialista que en la última ocasión optaron por no ir a votar o por favorecer a formaciones minoritarias. El previsible resultado es que, en los próximos meses el Partido Popular, que había pretendido girar hacia posiciones más alejadas del conservadurismo político, se vea abocado a la temible “pérdida del centro”, cuando algunos de los electores que le han proporcionado la victoria se vean defraudados por su recorte de derechos individuales y sociales  y otros por la falta de éxito de su política económica.

En el camino de regreso a España, una amiga portuguesa, mientras conducía, le fue informando de la falta de expectativas de futuro de los jóvenes en su país. Muchos de ellos habían decidido emigrar y ella misma, la noche anterior, había asistido a la fiesta de despedida de una pareja que se marchaba a Australia. Durante la mañana, mientras viajaban por las semivacías autopistas, para transitar por las cuales, desde el año anterior, era necesario pagar nuevas tasas, la prima de riesgo portuguesa subió más de doscientos puntos (aunque bajara en los días siguientes). Al revés de lo que cantaba Siniestro Total, ya ni siquiera nos queda Portugal.

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