La sequía y la lluvia eterna

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Alfredo Conde *

Es conocida la anécdota del cura gallego al que, en tiempos de pertinaz sequía, acudían sus feligreses en demanda de rogativas que animasen a los santos del cielo a propiciar la lluvia. Cavad pozos, solía responderles el presbítero.

Imagínense como podía ser la cosa y la necesidad con el simple dato que les facilito a continuación: El Purgatorio, ese lugar al que Juan Pablo II calificó de estado, cuando hasta entonces había sido un lugar, el mismo que al parecer Benedicto XVI ha vuelto a definir no como un estado, sino como un lugar, versatilidad que al parecer confunde a pocos, fue un invento del siglo XII.

Lutero lo despreciaba frontalmente y le llamaba El Tercer Lugar, pese a que, a diferencia del cielo y del infierno, en él existe el futuro y, con el futuro, la esperanza. Pues bien, el primer purgatorio debidamente documentado es el purgatorio de San Brandán, un santo gallego que se desplazó a Irlanda a fin de cristianizar al personal, lo que como es sabido consiguió de modo bastante definitivo.

En el purgatorio de San Brandán existía un único tormento. ¿Saben cuál? El de la lluvia eterna, algo que al parecer no nos asusta a los gallegos y sí y mucho a los irlandeses. Quizá por eso ellos se den al whisky y nosotros lo hagamos tan sólo al ribeiro o al albariño, según nos pille en la costa o en la montaña, y pese a que también le demos al aguardiente, el mismo que ustedes llaman orujo, que ya son ganas.

No se conoce ninguna que indique la respuesta dada a quienes, en este esquinado noroeste peninsular, hubiesen acudido en demanda no de una rogativa, sino de un clamor; es decir, de una reclamación en pos de la presencia del sol sobre el cielo del lugar y de la ausencia de lluvia en el mismo territorio. La única respuesta era la celebración de un clamor.

La verdad es que sólo vi uno a lo largo de mi vida y eso que puedo testificar que, no hace demasiados años, en Santiago de Compostela, llovió diez meses seguidos de modo que, en todo ese tiempo, solo vimos el sol en cuatro días distintos, pero nunca por un tiempo superior a diez minutos.

¿Cómo se llevaba a cabo un clamor? Sacando en procesión dos imágenes. Una de la Virgen Madre y otra de una Virgen Niña, cada una desde la ermita que ocupaban durante los años de lluvia digamos que normal.

Se hacían coincidir en un prado enorme, llevándolas a que se saludasen, inclinándolas, la una hacia la otra, como si se abrazasen. Una vez debidamente saludadas, La Virgen Niña era llevada a la ermita de la Virgen Madre y viceversa. Cuando paraba de llover cada una era devuelta a su morada. Entonces todavía no se bombardeaban las nubes con yoduro de plata cuando venían por el mar, acercándose a la costa. Entonces a los santos aún se les castigaba.

No sé porque les cuento lo del clamor, acaso para darme ánimos y poder pensar, con cierta tranquilidad de ánimo, que, la pertinaz sequía de ahora mismo, la actual, acabará algún día sin que, cuando lo haga, me preocupe en exceso la coincidencia de que, en la jefatura del gobierno de aquel tiempo y en la de este, coincida la presencia de dos gallegos, ignoro si devotos o no de San Brandán pero, eso sí, gallegos. Las coincidencias no son sólo propias de esta tierra, pero las meigas sí.

El caso es que aquel, además de jefe del gobierno, lo fue también del Estado, gracias a una bromita de su hermano Nicolás que supo incluir una conjunción copulativa que, dicho sin ánimo de ofender, nos copuló a todos durante cuatro décadas. Eran tiempos en los que La Codorniz certificaba con su peculiar parte meteorológico que reinaba en Madrid un fresco general procedente del noroeste que persistía y persistía y, por el momento, no parecía prometer abandonarnos.

La verdad es que, ahora, parece preferible que persista Mariano en vez de la sequía. Claro que para todo habrá opiniones. El caso es que como la lluvia siempre ha empezado por aquí, espérense sentados que ya les contaremos cuando llegue y cómo nos va con ella, hace tanto tiempo que no la vemos que ya ni nos acordamos, pese a que Mariano aún no lleva ni cien días de gobierno.

(*) Alfredo Conde (Allariz, Ourense, 1945). Escritor. Premio Nacional de Literatura (1986) por Xa vai o Griffón no vento. Premio Nadal (1991) por Los otros días.

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