Castro-Bataillon: un epistolario fundamental

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Si hay alguien en el pensamiento histórico-filológico español contemporáneo que ha dedicado su vida con pasión incesante a despejar, primero, y encontrar después los valores que han conformado a lo largo de la historia la idea de España, ese fue, sin duda alguna, don Américo Castro. Si alguno de los hispanistas extranjeros ha calado con sutil entendimiento la historia espiritual de los españoles hasta deslumbrar al mundo intelectual con una obra portentosa, ese fue, también con pocas dudas, Marcel Bataillon. Diez años más viejo que éste, don Américo conoció al autor de Erasmo y España en 1919, en Madrid, y desde entonces hasta la muerte de Castro en la misma capital de España en 1972, se cartearon con asiduidad, dejando a la posteridad un corpus fundamental que guarda, con latente intensidad, preguntas y respuestas que todavía hoy mismo nos seguimos haciendo, con preocupación no menos interesada, quienes seguimos pensando con Ortega que “la anormalidad de la historia española ha sido demasiado permanente para que obedezca a causas accidentales”. Buena parte de ese corpus extraordinario (cartas originales conservadas en la fundación Xavier Zubiri de Madrid y en el IMEC de Caen) aparece ahora compilado, transcrito y editado por Simona Munari, con una introducción excelente de Francisco José Martín: Epistolario. Américo Castro y Marcel Bataillon (1923-1972), Madrid, Biblioteca Nueva y Fundación Xavier Zubiri, 2012.

“Hay dos hombres en Ud. -le escribe Castro a Bataillon desde Princeton el 12 de abril de 1950-, uno de ellos muy enterrado. A éste le hablo, al amigo, no al sacerdote racionalista revestido de sus ornamentos y oficiando con la pompa ritual de su liturgia”. Un Américo Castro curtido por la soledad, abandono y amargura del exilio, sobrado de argumentos y una nueva luz de geniales intuiciones en la busca obsesiva de la interpretación de la historia de España, a que le ha conducido el desengaño de la deriva de la República y la experiencia atroz de la Guerra Civil, se dirige a un Marcel Bataillon en la plenitud de su carrera de excepcional hispanista, que vive en una Francia tranquila, victoriosa gracias al rescate del nazismo por los ejércitos aliados, con ambiente familiar equilibrado y unas condiciones académicas excepcionales para del estudio y la investigación. “Me ha asustado un poco la violencia de su reacción -le contesta Bataillon el 19 de abril-, pero en el fondo me alegro. La violencia siempre es sana entre amigos. Es positivo que los violentos zarandeen a quienes no lo son. Lo que me ha disgustado realmente es que haya pensado que sería capaz de destrozarlo en mis cursos con un placer malsano disfrazado de seriedad erudita. Quizás uno se conoce poco a sí mismo pero estoy bastante seguro de odiar la crítica negativa”.

Las discrepancias son profundas, sustanciales. Américo Castro, como tantos grandes intelectuales de la generación del 14, sufrió pronto la decepción republicana e intuyó enseguida el desastre español e inmediatamente europeo: “En cuanto a los hispanistas -le escribe a Bataillon a propósito de un manifiesto pacifista el 5 de noviembre de 1938- le digo con franqueza que prefiero abstenerme. En mi opinión, cualquier gestión pacifista está desgraciadamente destinada al fracaso. Esp. es un fascista implacable. Sch. no me escribe. Como por todas partes, estamos divididos en dos campos irreconciliables y los que intentan empeñarse en la razón y en el sentido común se ven aislados por ambas partes”. Castro ha optado por la “tercera España”, entonces, como ahora mismo, odiada a ultranza por los “hunos y los hotros”, en lenguaje unamuniano, y se ha quedado sin discurso, sin hogar, sin biblioteca y sin patria. La idea de la Europa civilizada (“España es el problema, Europa la solución”, resumirá Ortega) que hasta entonces ha alimentado su trabajo y le ha permitido una obra excepcional (El pensamiento de Cervantes, 1925) también sucumbe estrepitosamente en el choque inevitable de los dos totalitarismos, comunismo y nazi-fascismo, luego del ensayo previo del choque de su cornamenta en la Guerra Civil española, y a don Américo Castro, como le dirá también a Bataillon, “no le hace gracia vivir bajo cualquier inquisición, sea negra o roja”. Sólo le queda el infortunio errante del exilio y una idea obsesiva: encontrar la respuesta adecuada a la diferencia hispánica,  a la aspereza de su intolerancia y barbarie, a la sinrazón y el sectarismo que parecen ser las formas específicas del ser de España y los españoles, un nuevo convencimiento que a don Américo se le revela en la propia guerra y va configurando poco a poco su, al final, consolidada idea de que sólo se puede ser español “al margen”, como se desprende por primera vez de su carta a Bataillon del 20 de marzo de 1938: “Los que persistimos en querer buscar razón y sentido a las cosas, hemos de callar, como si fuéramos adoradores de un culto proscrito y nefando. Callar, vivir en la sombra, es lo único que cabe”. El camino hacia la herejía se allana hasta alumbrar la respuesta adecuada, España en su historia (1948), cuya publicación, en acertada metáfora de Francisco José Martín, “fue como las 95 tesis clavadas por Lutero a la puerta de la catedral de Wittenberg”. En adelante, como los grandes herejes, sería admirado con pasión por no pocos y condenado sin remisión por la mayoría del espectro académico, y aun político de todos los colores, de la universidad española y el hispanismo universal, a veces como un verdadero apestado.

Mientras, Bataillon, mucho más comprometido políticamente (llegó a ser candidato del Frente Popular francés en Argel), alcanzó la gloria y la distinción de “Príncipe de los hispanistas”, tras la publicación de su Erasmo y España (1937), cuya lectura llevó a Castro a escribirle: “Sin Ud. no tendríamos la perspectiva de España en su dimensión universal, que existió, sin duda, pero vivida en la más angustiada angustia”. La misma angustia intelectual que acompañó siempre a don Américo en su errante exilio, afortunadamente desconocido para Bataillon, pero éste, impecable en su relación con Castro, no tuvo ninguna duda del talento inmenso que alimentaba la visión castriana de la historia de España y, sin ahorrar rigor ni críticas, mantuvo incólume su admiración por el hereje hispano. La grandeza de estos dos hombres, más allá de su evidente genio, está sobre todo en el convencimiento, para ellos intocable, de que lo verdaderamente importante era y debía ser su capacidad de diálogo y entendimiento, su respeto mutuo y afecto, elementos que debían preservar por encima de todo su profunda amistad. Este Epistolario es un ejemplo emocionante de esa verdad inmutable.

(*) Agustín García Simón es escritor y editor.

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