El escritor corriente

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Clara Sánchez *

Fredric Brown fue un escritor de ciencia ficción, novela negra y relatos fantásticos que cuando se sentía bloqueado y no se le ocurría nada que escribir se montaba en la parte de atrás de un autobús y recorría varios estados mirando por las ventanillas y, todo hay que decirlo, bebiendo, hasta que encontraba la inspiración. Imaginamos que entonces regresaría a casa y se pondría manos a la obra hasta dar forma a esos cuentos llenos de encanto y atrevimiento que nos hablan de extraterrestres y de  nuestro pequeño y absurdo mundo. No se sabe demasiado de este hombre porque llevaba una vida corriente y bastante alejada de los ambientes literarios y de la fama. Digamos que vivía comprometido hasta los huesos con algo que sólo se exigía él mismo. Vivía el día a día así, imaginando e inventando lo que tenía alrededor  y cuando la gracia o la intuición lo abandonaban no las esperaba trabajando (tal como otro escritor aconsejaba), sino que no tenía empacho en salir a buscarlas en autobús. Desde luego, lo que encontraba no podía llevárselo a casa en una bolsa pero tampoco nadie podía robárselo por el camino. Era tan suyo como él mismo.

Personalmente me gustan mucho los escritores que llevan una vida vulgar porque comprenden muy bien a sus semejantes, sus sueños y frustraciones, su angustia y ratos de ensoñación. Esos escritores, cuyos vecinos puede que ni sepan que son escritores. Sospechar que entre nosotros, en el metro, autobuses o en la cola del pan  circulan seres como Fred Brown pone un punto de lucidez en nuestra existencia. De hecho Brown tenía el oficio de linotipista, lo que le envolvía en la más severa normalidad, algo que debía de echar mucho de menos uno de los más grandes autores norteamericanos, y completamente distinto al anterior, John Cheever. Cheever disponía de una habitación sin ninguna comodidad en el sótano del edificio donde residía y todas las mañanas se vestía con traje y corbata para bajar a escribir allí cumpliendo un horario completo de oficina. O sea, no es que quisiera singularizarse del resto de los mortales con ropas de artista, como estamos acostumbrados a ver, sino que se esforzaba por ser como todos. Nos lo podemos imaginar en el ascensor junto con otros vecinos que sí iban a oficinas de verdad, pero mientras los otros se quedaban en la planta cero él seguía descendiendo a lo más profundo de aquellas vidas de clase media en que encontraba motivo de inspiración. Es como si nos dijera: no se puede escapar, pero podemos abrir los ojos. Le atraían las zonas residenciales o ciudades dormitorio a las afueras de la ciudad, en que el tipo de sociedad sin emoción que en el fondo criticaba todavía se acentuaba más. Respiraba inmerso en lo que contaba. Decía, por ejemplo, que “un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela”.

También salió de la existencia corriente la canadiense Alice Munro, que como otras muchas mujeres de su generación interrumpió su carrera literaria para ser ama de casa, criar a sus hijos y encargarse de una librería. Sólo hay que leer sus maravillosos relatos para comprobar que conoce el paño, que sabe lo que es el anonimato, la soledad y la necesidad de querer ser libre de alguna forma, como las mujeres de sus cuentos. En las fotos que hay en sus libros a Munro parece que le falte una pacífica tarta en las manos cuando lo que nos ofrece es puro talento.

(*) Clara Sánchez (Guadalajara, 1955). Escritora. Premio Alfaguara (2000) por Últimas noticias del paraíso y Premio Nadal (2010) por Lo que esconde tu nombre. Su última novela publicada es Entra en mi vida (Destino, 2012).

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