Antonio Fernández Alba *
En la ciudad española de la transición democrática nos solían amonestar, en determinados periodos de elecciones, con una propaganda de idílicos jardines de naturaleza en permanente primavera, promesas y estatutos, que organizarían la ciudad mejor diseñada que aquellos “rastrojos preindustriales” que la autarquía franquista había consolidado.
“La ciudad que intentábamos fundar”, en aproximación libre del texto de Platón, estaría inscrita en gozar del tiempo del ocio y vivir la libertad en sus espacios. La naturaleza, se mostraba en aquellos apuntes gráficos escasa de imaginación y acotado proyecto, solo parecía representarse en los perfiles de sus leyes inmanentes, y la forma de la ciudad dentro de los protocolos de la modernidad; de estos menesteres se encargarían la capacidad de comunicación que encierra el proyecto de la arquitectura, siempre destinado a superar la fría soledad de la materia, desde las formas y funciones que ordenan los espacios de la ciudad. El fondo, subliminal de aquellos mensajes, trataba de recuperar cierto axioma de la “modernidad progresista”, según el cual, el Estado crea riqueza y el mercado puede generar equidad (justicia para entendernos).
Décadas aquellas de los finales del XX, que abrían las verdes contraventanas del nuevo estado hacia el panorama predemocratico español, y, que apenas podían otear la ambigua filosofía del espacio de la ciudad moderna, acotados en los bellos rasgos del racionalismo europeo de entreguerras (1914-1945). Su determinismo funcional y su anhelada belleza plástica no aclaraban con precisión, el verdadero destino de los espacios de la ciudad industrial. Esta ambigüedad, de manera evidente, exaltaba la posición del “promotor” y reducía la del “usuario” en aquella incipiente democracia. Pero, sin duda, por motivo de aquella ambigüedad el proyecto del “espíritu nuevo” de la modernidad, sufrió por aquiescencia con los grupos de los monopolios, sufrió, y en gran manera, los efectos de la “riqueza oligárquica” frente a las reducidas conquistas de la “riqueza democrática” que dejaron huella manifiesta de tal derrota.
Finalizaban las décadas del siglo XX, el proyecto de la ciudad para el nuevo siglo parecía tener evidencias de los errores cometidos, culpabilizando a los modos del pensar sobre la ciudad postindustrial heredada, por el hecho de haberse pronunciado a favor de la razón, sin advertir que la razón no contribuye, por si sola, sin la evidencia de los sentidos.
De nuevo, el interrogante, acotado ya en las décadas iniciales del XXI ¿Cómo construir los espacios de la ciudad, ya metrópoli globalizada?, ¿Cómo idea y saber? o ¿Cómo metáfora y forma?. Para la mirada científico-técnica, en la que hoy nos encontramos, la arquitectura nunca ha superado configurarse como metáfora; vigentes siguen aun los residuos del postmodernismo y extravagantes se manifiestan en los “fetiches fenicios”, que invaden la complejidad del tejido metropolitano español, en una polisemia icónica destinada a levantar un cierto “optimismo transparente” para sofocar la angustia del nómada telemático; como resulta de grotesca actualidad, ese sumario de los decorados del derroche, desde el finisterre de la “ciudad de la cultura” (Santiago de Compostela), al mediterráneo de la “ciudad de las artes” (Valencia), sin olvidar las grandes ciudades y pueblos españoles, hermanados por tantas imágenes que construye una supuesta “modernidad reciclada”, en tantos centros de cultura, museos, aeropuertos, parques temáticos, palacios de congresos y mitificadoras áreas de ocio… La deriva moral de la ideología del derroche desarrollada en el país durante estos años, nos sitúa ante la profética intuición de W. Benjamín, que señalaba en la convulsa sociedad de los años treinta: una humanidad que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético.
Las arquitecturas que protagonizan los lugares de la metrópoli contemporánea, responden a una condición mercantil, donde el edificio como objeto–fetiche, giro visual de la arquitectura acentuado en la postmodernidad, ha de rentabilizar la imagen; sus diseñadores adquieren el rango de sofistas del espacio urbano, versados en la retorica de las formas, con dominio del lenguaje del ordenador, que permite expresar de manera análoga la belleza o vanalidad de un espacio, su función, es vender la imagen que produce. Arquitecturas de franquicias destinadas a consumir de manera eficiente, los ritos de la forma libre, los espacios del destiempo, de los símbolos de estratificación cultural de los objetos, del mito burgués del significado del estatus, hijo de su ambivalencia social, sublimados en un sucedáneo estético que de nuevo pretende marginar el sentido político de la ciudad.
Los espacios dominantes construidos por la industria de la cultura vienen manipulados por las oligarquías de la “estética de evasión”, hábilmente soportada por ambiciosas tecnologías estructurales para la comercialización visual de lo contemporáneo, que van configurando la nueva cartografía metropolitana, bien definida por los mapas que registran los modos de producción, aquellos que canalizan las redes de intercambio y negocios, y, esa guía sentimental de consumo y ocio.
La “utopía de los fines” que animaban las imágenes de las vanguardias del siglo precedente, han claudicado, por el momento, ante la “utopía de los medios” que impone el capitalismo de mercado globalizado. Nada más prioritario que un reencuentro con la vieja polis, bajo un triple proyecto, critico, político y existencial.
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